Una caracterización memorable
Resulta curioso advertir que el principal mérito de esta película es su problema más serio: en efecto, la espectacular caracterización que logra Meryl Streep en la piel de Margaret Thatcher se convierte en el poderosísimo centro gravitatorio alrededor del que gira el resto de la producción, que resulta irremediablemente opacada. Streep aparece como Thatcher (parece Thatcher) en la actualidad, afectada por demencia senil y recluida en las habitaciones de su casa londinense; sus días transcurren entre los recuerdos de su infancia en plena guerra, de su juventud (y el descubrimiento de la actividad política) y su madurez, sumergida en el mundo de las luchas por el poder y convertida en la primera mujer en el cargo de Primer Ministro de Gran Bretaña. La confusión de su mente la hace dialogar permanentemente con su esposo muerto años atrás, y la lleva a revivir momentos especiales dentro de su historia personal. El problema es que la directora Phyllida Lloyd y el guionista Abi Morgan parecen contagiarse de esa confusión y no definen claramente los episodios que revive la anciana. La película, entonces, cae en profundos baches narrativos (en muchos pasajes bordea el aburrimiento) y no logra un crecimiento dramático sólido, a pesar de que constantemente narra hechos tremendos (las protestas de los mineros en crisis, los atentados del IRA en Irlanda, la guerra por las Islas Malvinas). Sólo la impresionante personificación que logra Streep le confiere un valor agregado a esta producción, que sin este aporte no hubiera descollado entre las biografías históricas que pueden verse por la televisión. Hay en el trabajo de la actriz una construcción minuciosa y un cuidado extremo para acusar el paso del tiempo entre las distintas etapas de su vida que apuntalan el trabajo sin fisuras de los maquilladores. El aporte de Jim Broadbent es otro punto alto, pero el problema fundamental es que una superproducción no puede depender exclusivamente del trabajo de los actores.