La cruzada de los niños
La dama de negro es una nueva entrega de la recauchutada marca Hammer. Nadie sabe qué quiere decir ser parte en estos días de la casa Hammer, pero el nombre es capaz ofrecer un simulacro de algo parecido al producto de una calidad quizá no del todo desdeñable. Haciendo honor a lo que parece ser una distinguida perversión inglesa, cuyo linaje esté tal vez originado en Sabotaje, de Alfred Hitchcock, la película presenta una cantidad impensada de niños que mueren en circunstancias terribles. En la primera escena, un puñado de niñas angelicales interrumpe de pronto sus juegos y, de un modo aterradoramente coordinado, se arroja por la ventana, acaso guiado por la presencia espectral de la dama que tiñe el título de negro. Ese suicido absurdo no tiene ni por asomo la fuerza enigmática de la secuencia del principio de The Suicide Club, por ejemplo; esta vez las chicas parecen deslizarse levemente hacia la muerte, como si fueran bailarinas sonámbulas. Si embargo el director aparenta saber cómo establecer un clima de discreta angustia de entrada: enseguida se puede ver que La dama de negro es un modesto, casi silencioso productor de miedo; un artefacto aceitado con esmero que avanza con sigilo y discreción, a puros golpes de susto pertenecientes a la vieja escuela.
Sin mucho esfuerzo, la película acepta ser leída como una proyección atormentada del miedo de los adultos a la muerte de sus hijos. Una madre pierde a su niño y el dolor se apodera de tal manera de ella que la pobre mujer decide terminar con su vida colgándose de una viga. Su fantasma es ahora una señora de luto perpetuo que ronda a los chicos del pueblo, vigilándolos y acechándolos con malevolencia en cada rincón. Cuando de pronto alguien advierte su presencia, se anuncia la muerte violenta de alguno de esos chicos.
Como se ha dicho, La dama de negro hace gala de un terror a la antigua. Y lo hace bien. Si después del impacto inicial se establece la relación del protagonista con su entorno de modo bastante rutinario y con una buena dosis de palabrerío –el recién llegado recibe enseguida la hostilidad de los habitantes del lugar, al que llega para ocuparse de un asunto inmobiliario–, la película se dedica, de a poco, animada por una convicción que no por mecánica resulta menos conmovedora, al despliegue de una sucesión intermitente de gestos artesanales destinados a aterrorizar al espectador: caras que se aparecen de manera abrupta mirando a través de una ventana; figuras que se agitan misteriosamente en el fondo del plano; manos que se estampan sobre un vidrio. Como en una progresión maniática, la trama suma al espectro doliente de la mujer los de los niños muertos que regresan, también ellos errantes y sin paz, para cobrarse víctimas que pasan, a su vez, a integrar un ejército grotesco de almas perdidas sedientas de venganza. Con modestia y dedicación, La dama de negro reconstruye el espíritu paranoico de una pequeña sociedad en la Inglaterra de principios del siglo veinte en la que los vivos y los muertos se encuentran unidos por un hilo invisible de angustia. El pesimismo del final postula el carácter imperturbable de ese círculo maldito de desdicha a la vez que parece terminar de establecer la tensa vecindad entre realidad y superstición.