Cuando menos es más
En medio del resurgimiento de las historias de fantasmas (ya sean de Hollywood, Japón, España o cualquier otro origen), La dama de negro resulta un digno exponente, más cerca del espíritu de los clásicos de la Hammer británica que de la vertiente de terror sádico que hoy domina el género.
He leído muchos elogios hacia esta actuación de Daniel Radcliffe, en uno de sus primeros intentos por desembarazarse del estigma Harry Potter. No digo que esté mal, pero tampoco me parece un gran trabajo ni creo que esté entre lo mejor del film, que se sostiene más por otros atributos (narrativos y visuales) que por su (escaso) carisma. Me parece todavía un intérprete frío, desangelado (aclaro que aquí no es un fantasma), sin demasiada fuerza en pantalla.
Por lo tanto, quienes tienen aquí los mayores méritos son la guionista Jane Goldman (que adaptó la novela de 1983 de Susan Hill) y, sobre todo, James Watkins, que ya había demostrado su categoría para crear suspenso, sostener la tensión y concebir climas hipnóticos con Eden Lake.
Aquí, construye con muy pocos elementos, con una sólida puesta en escena, una historia de pueblo chico-infierno grande ambientada a principios del siglo XX con Radcliffe como un joven abogado ya viudo (y padre) que arriba al lugar para investigar la herencia de una casona aislada. Todo el mundo se mostrará hostil hacia el recién llegado, salvo un acaudalado matrimonio (Ciarán Hinds, casi siempre a bordo de su Rolls-Royce, y una desequilibrada Janet McTeer).
Watkins confía en su poder de sugestión (se permite largas escenas sin diálogos, sostenidas a puro despliegue de virtuosas imagen y de un inteligente uso del sonido), no necesita abrumar al espectador porque sabe cómo dosificar la información, cómo hacer que un pequeño detalle, una mínima observación, adquiera la dimensión necesaria. En ese concepto de que a veces menos es más (tan opuesto al del Hollywood contemporáneo) es donde reside el principal valor de esta película.