El peso de la fatalidad
La película dirigida por James Watkins remite a la antigua tradición del cuento de misterio, en este caso en clave fantástica. Un tipo de relato que puede hacer de la palabra “miedo” algo bien concreto, sin que pierda resonancia.
Allá por los años ’50, la productora inglesa Hammer Films llegó a volverse legendaria gracias a sus relecturas de los mitos clásicos del cine de terror, desde Frankenstein hasta Drácula, pasando por la Momia y el Hombre Lobo. Pero la Hammer (como la conocen, familiarmente, los fans del género) comenzó a declinar en los ’60, interrumpiendo su producción a fines de la década siguiente. Ahora, la mítica compañía resurge, como corresponde al género, de sus propias cenizas. Después de coproducir, un par de años atrás, Let Me In (remake estadounidense del magnífico film de vampiros que en Argentina se conoció como Criatura de la noche), ahora lanzan en el mundo entero La dama de negro, apostando a que el protagónico de Daniel Radcliffe –recién salido de la serie Harry Potter– le dé cierta repercusión al relanzamiento de la firma. Que La dama de negro sea un relato clásico, así como un film de época, es una decisión sin duda acertada, en tanto permite vincularla con aquellos hitos de los ’50. Aunque en este caso se trate, en tanto relato de fantasmas, de un abordaje del género más tenue y vaporoso que el de aquellos clásicos de miedo.
En verdad, La dama de negro, que transcurre en los primeros años del siglo XX, remite a una tradición anglosajona mucho más antigua que la de la propia Hammer: la del cuento de misterio, en este caso en clave fantástica. Aquí están aquellas nieblas, esos páramos desolados y distantes, los mismos paisajes melancólicos y metafóricos de tantos relatos del siglo XIX. La melancolía, el duelo, la presencia de la muerte como halo fatídico se hacen presentes ya en la secuencia de presentación, en la que Radcliffe –tan pálido y ojeroso como Heathcliff, el casi homófono protagonista de Cumbres borrascosas– prueba, durante la afeitada matutina, apoyar la navaja sobre el cuello y hacer una ligera presión. Es que la señora Kipps murió unos años atrás, en el momento de dar a luz, y Arthur no puede olvidarlo. Ahora Arthur debe dejar a su hija pequeña al cuidado del ama de llaves, para atender el llamado de su jefe, que le da una última oportunidad de conservar el trabajo. Trabajo que, es de suponer, el duelo le habrá llevado a descuidar.
En el lejano noreste, Arthur, que es abogado, debe destrabar la venta de una antigua mansión. No será fácil: culpa de la muerte de un niño y el suicidio de una mujer, la casa Drablow es una de esas a las que los vecinos tienen por maldita. Una de esas que nadie quiere comprar. Como si Arthur llevara en sí el peso de la fatalidad (y todo en él da a pensar que es así), desde su llegada al pueblito otros niños siguen los pasos de aquél, tentados, según parece, por la oscura aparición a la que el título refiere. Atenta al detalle y renuente al susto (aunque algunos no faltan), La dama de negro construye con cuidado tanto los datos de época –los primeros automóviles, la moda del espiritismo, juguetes primitivos y autómatas en la habitación del niño– como los referidos al lugar en que transcurre: las tierras bajas e inundables, el chismorreo y las supersticiones de pueblo chico, las diferencias de clase.
Basado en una novela y construido en base a una serie de ecos y simetrías, el relato pone al viudo Arthur a resolver una historia de muertes familiares y adopciones forzadas, oponiendo las apariciones de la dama de negro con las de la señora Kipps, cuyo fantasma se presenta ante el esposo, siempre de blanco. Dirigida por James Watkins con bastante más sutileza que la tan efectista como simplista Eden Lake, en los tramos finales La dama de negro no se echa atrás ante el aire trágico que desde el comienzo despliega, cerrando el círculo del destino con un movimiento audaz. ¿Se trata acaso de un mero ejercicio de estilo, un viaje retro, una muestra de academicismo cinematográfico? Antes que eso, La dama de negro da la impresión de recuperar una forma de relato cuya eficacia parecería no tener fecha de vencimiento. Un tipo de relato que puede hacer de la palabra “miedo” algo bien concreto, sin que pierda resonancia.