Un Gustav Klimt en manos de los nazis
En tiempos en los que lo que más se valora es la programación y presentación de productos, desde hace ya un par de décadas nueve de cada diez películas vienen, como se sabe, preformateadas. No sólo las de Hollywood. La dama de oro es, sin ir más lejos, mayoritariamente británica. Los formatos de los que echa mano este film basado en hechos reales (lo cual podría considerarse un formato más) son: la película de nazis, la de vuelta atrás (si es a los tiempos de la Segunda Guerra, mejor) y una variante no comédica de la buddy movie, subgénero en el que dos personajes opuestos terminan por hacerse amiguísimos. El hecho real en el que se basa el film administrado por el amanuense Simon Curtis –trabajador a destajo de la tevé británica– es la recuperación, por parte de una ciudadana judía alemana, de uno de los cuadros más famosos en la historia del arte: el llamado La dama de oro, pintado por el artista vienés Gustav Klimt. Tan famoso que es uno de los que más frecuentemente pueden hallarse colgados, en formato poster, de paredes de consultorios o estudios jurídicos o contables.Los filamentos de oro sobre los que trabaja Gustav Klimt en los planos iniciales señalan algo que subyace al film, aunque por conveniencia dramática se intente disimularlo: La dama de oro transcurre entre gente de alta alcurnia y gran poderío económico. La protagonista, Maria Altmann –a quien en el presente del relato encarna una Helen Mirren de acento tan germánico como el de Werner Herzog en sus documentales– desciende de una familia vienesa capaz de tener un Klimt en su piso, vecino del de Sigmund Freud. Lo que cuelga allí no es un poster, por cierto, sino el original recién pintado. Adele Bloch-Bauer, tía de Maria, era esa bella señora morocha que sirvió de modelo no sólo a La dama de oro, sino a muchos otros óleos del artista austrohúngaro. Cuando llegue la piara nazi, acaudillada por un SS tan repulsivo como indica el arquetipo, se mostrarán tan interesados en conseguirles a los Bloch-Bauer un tren a Auschwitz como en hacerse cargo de sus tesoros. Incluidos los que cuelgan de las paredes.En el presente del relato, una agria y arrogante Maria Altmann, ya octogenaria, busca la ayuda de un abogadito inexperto, pero portador de alto apellido: es el nieto de Arnold Schoenberg. Juntos atravesarán el Atlántico para reclamar lo que corresponde a los Bloch-Bauer (eso cree Maria, al menos), después de que Frau Altmann se convenza de hacerlo: si algo se propuso la mujer es no volver jamás a la ciudad en la que los nazis la dejaron sin familia. El regreso traerá los flashbacks y los flashbacks aflojarán la imperial acritud de la anciana, permitiendo que la audiencia y el doctor Randy Schoenberg (el siempre impávido Ryan Reynolds) disfruten de la señorial simpatía de la reina. Todo está formateado en función de la identificación del público con la protagonista. Para eso no hay nada mejor que la condición de víctima de la mayor atrocidad conocida por el siglo XX. Aliada, si se puede, al gran arte y la más alta alcurnia.