Desde sus primeros minutos es que Woman in Gold expondrá en forma precisa sus mecanismos, aquellos que la harán funcionar a lo largo de unos extensos 109 minutos. Cualquier tópico grave que se aborde estará sumergido en un baño de candidez y humor inofensivo, con una Helen Mirren en el rol de una mujer mayor, inteligente y obstinada, capaz de entablar conversaciones ágiles con cualquiera pero sin perder los modos cariñosos de una "abuela". Es una forma cada vez más recurrente de encarar biopics sobre temáticas que pueden considerarse delicadas, un enfoque liviano y fácil de digerir para el espectador, que tiende a funcionar pero que no aporta nada nuevo a la mesa.
Una vez más, Simon Curtis se muestra como un director competente pero que no termina de excavar toda la profundidad que sus propuestas tienen para ofrecer. My Week with Marilyn ya había probado la superficialidad de su mirada, no obstante en ella era la actuación de Michelle Williams la que elevaba la calidad general de la propuesta. En esta ocasión, el habitual destacable trabajo de Mirren, un Ryan Reynolds aceptable en la piel del abogado y un Daniel Brühl más bien en piloto automático no alcanzan para enaltecer lo que termina siendo una "feeel good movie" mediocre, que quiere capitalizar el éxito de Philomena pero con menor tino.
La cuestión legal en torno a los cuadros de Gustav Klimt, legítima propiedad de la familia Bloch-Bauer, no alcanza por sí sola para completar un largomentraje de casi dos horas -se fueron al otro extremo y se extiende más de la cuenta-, sobre todo cuando hay saltos temporales de meses para seguir el proceso jurídico. Entonces, el guión de Alexi Kaye Campbell va hacia atrás y adelante en el tiempo, enfocándose en los años de ocupación nazi en Austria que condujeron a padecimientos de la propia protagonista y su familia, así como también en el presente de 1998, cuando emprende la titánica misión de recuperar su patrimonio, aún si eso significa demandar al Gobierno europeo.
Hay una intención de parábola sanadora en los tiempos del film, el conseguir las pinturas es para Maria Altmann una posibilidad de cerrar una herida que el Holocausto dejó abierta en su vida. El problema es que todo se hace con tal liviandad, siguiendo un férreo manual, que nunca termina de convencer. Se aspira a encontrar un equilibrio entre la emotividad -quizás que pueda llevar al espectador a las lágrimas, pero no lo suficiente para angustiarlo- y las dosis de humor, bastante frecuentes gracias a la fórmula de la dupla dispareja en la que se basa. Así, ni el buen elenco de protagonistas, la importante cantidad de actores secundarios en roles mínimos -el que más brilla es Allan Corduner como el padre de Maria, mientras que Katie Holmes está pintada- o la siempre efectiva musicalización de Hans Zimmer pueden sobreponerse a un tratamiento mediocre de lo que podría ser una historia potente. Un film intrascendente, que no merece el destino de ninguna de las obras de arte que incluye.