El ojo del cazador
El gran documentalista estadounidense, monstruo sagrado en su campo, descubre la totalidad y los detalles de esa deslumbrante fábrica de arte que es el Ballet de La Opera de París.
“Un artista no siempre tiene explicación para lo que hace; son los espectadores los que deben buscarla.” Resulta inevitable, ante la cita de Jean Cocteau que en algún momento de La danse evoca un coreógrafo, aplicarla al arte de Frederick Wiseman, cuya vasta obra puede considerarse un monumento cinematográfico a la falta de explicaciones. Este legendario octogenario practicó siempre, en sus documentales, un culto de la más despojada y rigurosa forma de observación, poniendo al espectador –sin comentarios o mediaciones– frente a distintos recortes de lo real. Que la película número 38 de este monstruo sagrado –que a partir de hoy Cinemateca Argentina y la Asociación DocBsAs exhiben en exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín– vuelva a honrar ese credo debería producir cualquier cosa, menos sorpresa.
Reconocido amante del ballet, en la segunda ocasión en que aborda el tema (la anterior, en 1995, se llamó Ballet) Wiseman vuelve a analizar en detalle, como el grueso de su obra, el funcionamiento de una institución. Ya se trate de la educación secundaria (High School, 1968, y High School II, 1994), la Justicia (Juvenile Court, 1973, y State Legislature, 2007), la salud (Titicut Follies, 1967, y Hospital, 1970) o la política habitacional (Public Housing, 1997), Wiseman no aborda “temas” –como los especialistas en generalidades–, sino lugares. Ateniéndose a estrictas unidades de tiempo y localización, en La danse el realizador instala su cámara (siempre una sola, manejada por su mano derecha John Davey) en una geografía reducida, durante un tiempo limitado y sin intenciones de “decir algo” sobre el asunto. A lo que apunta no es a enseñarle cosas al espectador, sino a aprender algo sobre aquello que filma (ver entrevista).
Para que esa curiosidad por lo real se transmita al espectador, la puesta en escena debe ejercer su fascinación. ¿Cómo hacerlo? ¿Multiplicando, tal vez, las más diversas armas de seducción cinematográfica? Al contrario: se trata de reducirlas al mínimo, apostando a la concentración en lugar de la dispersión. Concentración dramática y espacial, concentración de la atención del espectador. Que cada plano dure el mayor tiempo posible, que capte la más plena cantidad de detalles, que registre todo lo que sucede en ese momento. Como toda la obra del autor, La danse se extiende en el tiempo (dos horas cuarenta, duración estándar del realizador) y está filmada con la menor cantidad de cortes posibles, en planos generales de larga duración. Planos que permiten no simplemente ver las escenas, sino meterse en ellas.
Un organismo funcionando: instalado en el Teatro de La Opera, Wiseman filma todo lo que sucede allí. No sólo ensayos –en las salas y el escenario, con un pianito o música grabada, con luces de puesta o sin ellas–, sino también reuniones, conciliábulos y hasta una asamblea sindical, a propósito de una nueva reglamentación estatal para los organismos culturales. El apellido Sarkozy no se menciona, sí las consecuencias de una política. El ojo de Wiseman está atento al movimiento en los pasillos, al trabajo en las distintas dependencias (desde la sastrería hasta la sala de maquillaje, incluyendo cada plato del restorán) y hasta el último rincón del teatro. El organismo y su entorno: se intercalan planos generales de la ciudad, recordando que esa fábrica de arte no funciona en medio de la nada. En la terraza del edificio, Wiseman descubre a un apicultor con sus abejas, llegado a la planta baja sigue de largo y llega... ¡hasta las cloacas del teatro!
La totalidad y sus detalles: indicaciones de los coreógrafos, la protesta de alguna bailarina ante lo que considera exceso de rigor (y sin embargo todos los profesores se comportan con asombrosa politesse), la discusión entre dos coreógrafos (¡que resultan ser marido y mujer!), cierta imprevista comparación entre Medea y los X-Men, un diálogo telefónico referido al funeral de Maurice Béjart. “Ya no tengo 25 años, no sé si estoy en condiciones de abordar varios papeles en la misma obra”, plantea una étoile en crisis en el despacho de Brigitte Lefèvre, deslumbrante directora artística del Ballet de La Opera de París (“nuestra fuerza reside en la calidad”, afirma la mujer en un momento bravo, y no suena a slogan sino a claridad política). ¿Cómo hace Wiseman para filmar momentos de tanta intimidad? ¿Cómo para que todo lo que la cámara registra luzca tan “fuera de cámara”?
“Con paciencia, intuición y buena fortuna”, dice el realizador. Con eso, sí, pero también invirtiendo tiempo (doce semanas de rodaje, un año de montaje) y metraje (130 horas, para sacar de allí poco más de un 10 por ciento de duración final). Y también con ese ojo de cazador avispado que todo gran documentalista tiene siempre, necesariamente.