La danza de Jodorowsky
Tomó tan solo 23 años, pero finalmente ha sucedido: Alejandro Jodorowsky ha vuelto a filmar. No la anhelada secuela de su “western ácido” El topo (1970) sino algo más en la línea de Santa sangre (1989), épica carnavalesca narrada desde la mirada de un niño. La Danza de la Realidad (2013) ofrece una revisión surrealista de la niñez del autor, y funciona como una suerte de autobiografía. Posiblemente se trate también de un adiós. Así se siente.
Podría decirse que ésta es la Amarcord (1973) de Jodorowsky: como Federico Fellini, crece en un pequeño pueblo en los 30s en una nación enferma de golpismo militar; como Fellini, elige narrar su semi-autobiografía a razón de viñetas cómicas y melancólicas, mezclando el sueño y la memoria, luciendo personajes grotescos y estrafalarios. Las comparaciones son obvias, pero no desmerecen el poder de la película. Jodorowsky sigue “jugando a filmar”, pero su nueva película rezuma una franqueza otrora ajena a sus viejas obras. Por primera vez logra abrirse al espectador sin dejar que lo bizarro opaque el contenido.
Al menos éste es el caso durante la primera mitad de la película, que sigue los pasos del joven Jodorowsky (interpretado por Jeremias Herskovitz) en su pueblo nativo, la chilena Tocopilla. Sus padres son Jaime (interpretado por Brontis Jodorowsky, hijo de Alejandro) y Sara (la voluptuosa soprano Pamela Flores, quien canta todas sus líneas de diálogo). El resto del elenco es la típica banda de freaks de Jodorowsky: enanos, vagabundos, lisiados, circenses, cultistas, militares, alguna que otra figura mesiánica y el propio director, que hace de narrador.
Los padres: Don Jaime es un tirano que idolatra a Stalin (de hecho se parece bastante a él) y vive intentando “rectificar” a su afeminado hijo con retos demenciales, como sobrevivir una visita al dentista sin anestesia o soportar las cosquillas de una pluma sin hacer ruido. Doña Sara directamente aborrece a su hijo, producto de una violación (de su propio esposo). La familia, inmigrantes judío-polacos, de por sí debe contender con la xenofobia y el antisemitismo del pueblo.
La segunda mitad de la película pierde inercia (y probablemente el interés del público) al concentrarse casi exclusivamente en las andanzas del padre, quien abandona a su familia para asesinar al dictador Carlos Ibáñez del Campo – misión entorpecida por algún que otro súbito giro que no termina de entenderse. La película entonces se convierte en una odisea de sanación espiritual para el padre, mientras su esposa e hijo aguardan en casa. Así como el giro focal es inesperado, la película – ya de por sí una maraña de episodios surrealistas de inestable pregnancia – lo sufre, y el recorrido del padre no termina de cerrar sentido.
Más allá de las pequeñas inconsistencias que pinchan la película en ciertos sitios – lo cual incluye una cuota de filosofía “psicomágica” – La Danza de la Realidad es una de esas bellas experiencias que resultan imposibles concebirse fuera del cine, porque su encanto se halla en la procesión de sus fantásticas imágenes y cómo se experimenta el tiempo a través de ellas. No resulta ni tan alocada ni tan visceral como sus antiguas películas, pero la pasión del director arde intacta y La Danza de la Realidad resulta la plataforma ideal para compartirla.