Desmesura y alegorías.
El chileno Jodorowsky tiene 86 años, hacía 25 que no filmaba y le costó conseguir dinero para La danza de la realidad, su último opus que tendrá sus furiosos detractores y también fanáticos que no dudan en admirar a un cineasta tótem dedicado a la magia y el esoterismo y, en los últimos años, a la voracidad del twitter que lo lleva a tener más de 1 millón de seguidores. Es que el director de El topo, Santa sangre y La montaña sagrada trabaja sobre los límites de la representación, cruzando géneros hasta reconstruirlos a su manera, recurriendo a la alegoría con énfasis, convirtiendo a sus tramas en relatos oníricos, lejos del verosímil y de una puesta en escena realista. La danza… es autobiográfica o no (trabaja parte de la familia del director), remite a su educación con un padre stalinista, pero también recorre la historia de su país desde la originalidad y el subrayado burdo, la genialidad efímera y la estupidez narcisista, la provocación tardía y una mirada personal que destruye sin miramientos a Buñuel y al surrealismo para convertirlo en un desfile de travestis, enanos de circo, extras y danzarines sin brazos, escenas escatológicas, otras de tortura con picana en plano detalle y una mujer, la mamá del niño protagonista, que arremete con su voz operística en una performance cercana a una María Callas clase B. Todo es artificio en La danza de la realidad, acumulación desmedida como simulación narrativa, capricho y elocuencia de un creador admirado y repudiado por propios y extraños, pontificación extrema digna de un profeta de Internet, en especial en la última media hora del film. A los 117 minutos aparece brevemente Gastón Pauls sumándose al circo Jodorowsky, un espectáculo digno de un genio o un chanta. Tómelo o déjelo.