Sin fecha, sin firma.
La decisión (2017) es un drama sobre la complejidad y los matices de la responsabilidad en las acciones humanas; actos que no sólo dependen de decisiones racionales individuales sino de múltiples factores que intervienen y complican una escena accidental hasta convertirla en un verdadero dilema ético. De hecho, así comienza la segunda película de Vahid Jalilvand, con un accidente que involucra a un médico forense (Amir Aghaei), a un motociclista (Navid Mohammadzadeh) con su mujer (Zakieh Behbahani) e hijos, y a una decisión.
Entre lo accidental y lo decisivo, se pondrá en entredicho lo que connotamos prudente o conveniente, pero sobre todo las herramientas con las que circunscribimos un hecho a una relación causa-efecto. Entre el hecho y valor, la firma como símbolo de autoría que implica aceptar la participación de una cadena de signos y acciones, hacerse cargo de un segmento poco claro a la vez que recortado de la realidad, se vuelve una duda mortífera para los personajes principales.
En esta historia, la cuestión es que no cualquier firma ni palabra posee el mismo peso, y la pregunta que corroe es acerca de esa carga de responsabilidad en torno, nada más y nada menos, que a una muerte y sus consecuencias.
Cabe señalar que hay un logro estético respecto al trabajo sobre la temporalidad como enemiga de cualquier buena intención de los personajes, lo que genera en el espectador la idea de evitabilidad, a la vez que deja fuera una comprensión trágica de lo que acontece.
El doctor forense Nariman se reprochará el pensar demasiado. Quizás su verdadero error sea que se demora en hablar, más que en su evaluación clínica. Demorarse implica múltiples decisiones de interpretación en juego al momento de responder qué pasó: se debe decidir qué cuenta como causa eficiente, qué como accidente, qué como fatalidad. El tardarse parece un vicio sobre el tipo de juicio que la vida necesita para no convertirse en un retorno causal paralizante, a la vez que cobarde o incluso absurdo.
Detalle no menor de este film iraní es que la pregunta insistente y pronunciada, la intuición sobre lo no dicho, se libera en boca de quienes han sido históricamente calladas, las mujeres. Los hombres oscilan entre el peso del silencio y la sentencia que dicta la balanza de su profesión y su rol social. El verdadero dilema aparece cuando se debe decidir qué y cómo maximizar o disminuir el padecimiento y las consecuencias que acarrea tanto la ausencia como la presencia de explicación de una muerte.
Dos escenas que comprometen a los personajes principales operan como contrapunto troncal de la narración, a la vez que conmueven y manifiestan la crítica a la asepsia de los modos de pensar el accionar como racional. Por un lado, la medicina y su profesión establecen un puente sensible entre Oriente y Occidente y, por otro lado, la pobreza sin cura parece operar como una estética global. El director nos arrastra de la sangre de la ira ciega y la furia vengadora a escenas de racionalidad pulcra de hospital, donde se lava la muerte y se la establece como un hecho con causas aparentemente indiscutibles. La tensión entre la responsabilidad de los especialistas y la culpa fatal de los humanos, no hace más que acrecentar el sufrimiento que este film muestra brillantemente.
No hay música que suavice ni resalte las escenas. El sonido crudo de lo cotidiano es la atmósfera sonora de los espacios en los que transcurren las acciones: salas de espera interminables, cajas de cambio, cinturones de seguridad, puertas, portones y rejas que se abren y cierran casi automáticamente. Al silencio de la noche, se aplaca el bullicio mundano y despersonalizador de las instituciones que atraviesan de principio a fin la trama de la película.
El dolor frente a la muerte que no puede ser articulado en palabras, el grito desgarrador, el llanto universal ante la pérdida inescrutable, son escenas donde el elenco se destaca en una interpretación movilizante.
Un hecho que no se deja capturar por el dispositivo médico, un diagnóstico sin firma que nos obliga a preguntarnos repetidamente en el transcurso del film qué es realmente lo que desata la dramática situación. Entre lo dicho y la omisión, entre las acciones mínimas y las grandes sentencias, entre las miradas acusadoras y los gritos desgarradores, la vida y la muerte toman cursos difíciles de interpretar y explicar para la tranquilidad de las conciencias y/o el alivio de las voluntades e intenciones de los personajes.
La decisión es un excelente drama sobre la ambivalencia, el temor, el coraje y las elecciones a la hora de reconstruir una muerte que, aún acontecida, multiplica sus efectos devastadores en la vida, e interpela sobre la responsabilidad que pendula siempre entre lo evitable y lo inevitable.