a deuda (2019), la última película de Gustavo Fontán, expone desde el inicio una evidencia incuestionable: es bien distinta a las anteriores de su filmografía. Y lo es, fundamentalmente, por las características que asume en su nuevo film la ejecución narrativa. Hasta ahora, su proyecto cinematográfico apuntaba, mediante la afirmación de un trabajo muy particular sobre la imagen y el sonido, a expandir el universo de percepción de una realidad cubierta de múltiples –e infinitas– texturas. Las islas del río Paraná habían sido el espacio simbólico elegido por Fontán para la elaboración de sus ficciones previas. Allí mismo realizó el llamado “ciclo del río”, compuesto por películas extraordinarias como La orilla que se abisma (2008), El rostro (2014) y El limonero real (2015). Una trilogía que establecía además una conversación fascinante con una determinada tradición literaria –Ortiz, Calveyra, Saer–. Una zona enigmática y sugerente para el desarrollo fecundo de su propuesta.
Sin embargo, la trayectoria de un cineasta no se define tan solo por la reincidencia en una determinada dirección estética, sino también por el sentido encubierto de sus desvíos. Acaso como resultado de ciertas particularidades urgentes que definen nuestro tiempo, nuestra más inmediata y reconocible circunstancia, Fontán modifica el rumbo, cambia inesperadamente de ruta, propone otra cosa. Desplaza su atención y, en efecto, la forma de encarar esa nueva perspectiva. Por lo pronto, asienta su mirada en otro territorio: la frontera entre la ciudad de Buenos Aires y el conurbano.
Su nueva película, escrita junto a la escritora Gloria Peirano, despliega el conflicto de entrada. Mónica (Belén Blanco) trabaja en un estudio jurídico. Un compañero descubre la falta de un pago que ella debía realizar en un banco. En el transcurso de un día, deberá recuperar el dinero. Poco sabremos de su vida, casi nada de su pasado. Tan solo una suposición: la circunstancia que atraviesa no es nueva. El relato avanzará así, mediante sustracción y sugerencia. El trabajo con lo que no se dice, pero se infiere.
Sergio (Marcelo Subiotto), un amor que no fue, acompañará a Mónica en un auto durante su derrotero nocturno en busca de la ayuda que le permita cancelar la deuda. Un recorrido definido por el desplazamiento más allá de la autopista, en dirección a las calles oscuras del conurbano, hacia el encuentro con su población insomne: amantes fallidos, familiares, amigos. Criaturas sin fortuna –porque, como expresará uno de ellos, "la suerte viene enredada”–, conscientes de una realidad en la que no hay lugar para el deseo.
Es notable la manera en que Fontán filma Buenos Aires y, sobre todo, el movimiento de los personajes a través de los distintos espacios por donde circulan. La composición precisa de planos lo suficientemente abiertos como para dar cuenta de las formas, distantes y frías, del vínculo social. El tipo de relación que la protagonista establece con los otros. Casi como un trámite entre soledades plenas, que sobreviven como pueden en su intemperie afectiva, activadas únicamente por el dinero. O más bien, por la necesidad urgente de su solicitud.
Aun así, será posible entrever un mínimo pero profundo principio de fraternidad entre ellos, sugerido por la disposición, en última instancia y bajo circunstancias urgentes, a colaborar como se pueda para saldar la deuda. Un principio luminoso que emerge silenciosamente, en una película triste y sombría que descubre hacia el final una secuencia única, acaso imperecedera por su enorme significación. Una secuencia donde se cifra el estilo de un director que logra componer aquello que define nuestro presente: la desolación y el desamparo de los desconocidos de siempre. Esa multitud anónima que debe cargar sobre sí, cada nueva vez que despunta el día, como un castigo presuntamente inalterable, la deuda más pesada.