Se estrena La deuda, el nuevo film de Gustavo Fontán, protagonizado por Belén Blanco y Marcelo Subiotto. Thriller dramático que juega con los prejuicios del espectador sin manipulaciones. Destacada puesta de cámara para una pequeña producción que cuenta con el apoyo de los hermanos Almodóvar.
Partir del clisé para romperlo. La premisa de La deuda, en apariencia, es bastante clásica: una joven tiene menos de 24 horas para restituir 15 mil pesos que le robó a un cliente de la financiera en la que trabaja, si no ella y su jefe pueden perder el empleo.
Sin embargo, en manos de un director tan personal como Gustavo Fontán, que pone mayor foco en las situaciones pequeñas cotidianas que en el panorama global del conflicto, esta premisa se vuelve mucho más interesante de lo que parece.
Al mejor estilo de los hermanos Dardenne, la cámara de Fontán no se separa un minuto de su protagonista. La sigue desde la financiera hasta un local de ropa, del local a la casa de su hermana y así sucesivamente. Caminando, en tren o en auto. El lente de Fontán nunca deja fuera de campo a su protagonista que lleva encima la carga emocional del relato. No sólo por el tiempo que la apremia, que es uno de sus antagonistas, sino también por los personajes a los que debe convencer para que la ayuden a cubrir la deuda, y cómo se involucra sentimentalmente con ellos.
Haciendo un paralelismo, Mónica (extraordinario trabajo de Belén Blanco, contenida, humana, minimalista) parece haberse construido basándose en las protagonistas de Rosetta, El silencio de Lorna o, más precisamente, 2 días, una noche, todas dirigidas por los hermanos belgas. Pero, mientras que los Dardenne prefieren trabajar con luz día, Fontán sitúa el 80 % de la acción al anochecer, brindando al relato de un tono noir, realista y crudo.
Sin proponérselo en primera instancia, Fontán realiza una radiografía de la vida en el conurbano, pero sin caer en bajadas políticas ni sociales. El malestar social está en el clima, en el contexto, en la depresión que produce tener que asistir a un hospital público en medio de la noche, de pasar al lado de un accidente de tránsito o de vivir bajo la amenaza de un hombre violento.
Mónica siente la muerte cercana en cada paso que da, pero la muerte no está detrás de ella. Y el director es completamente inteligente para dejar en el espectador la interpretación de cómo le afecta la calle a la protagonista.
A través de la soberbia fotografía de Diego Poleri, en donde abunda el azul con diferentes tonos y matices, se crea un panorama desalentador para la protagonista que estalla, en los últimos 20 minutos, cuando Fontán enfrenta al espectador con sus propios prejuicios. Quizás parezca un recurso manipulador, pero con lo que el realizador juega constantemente es con demostrar que los estereotipos muchas veces los crea quien mira y en su cabeza.
Por eso la inteligencia de La deuda no sólo radica en su tono austero y los climas, el suspenso y la tensión (que no necesita de sobresaltos de ningún tipo ni efectos sonoros/musicales) sino en partir de un guion que amaga en dirigirse al lugar común, pero termina desviándose a un plano humano, casi esperanzador, en medio de las desgracias cotidianas.
A no engañarse, que el relato tenga un tono similar al de un thriller no lo convierte en uno. A Fontán le siguen interesando las personas comunes con microconflictos que se pueden resolver, a veces, a través del diálogo o, a veces, simplemente, cediendo o negociando.
Belén Blanco carga con la presión y con la película en sí, a pura expresividad. Sus gestos están medidos tanto como sus oraciones, sus palabras. Todo es interno, pero al mismo tiempo, y gracias a su talento interpretativo, cada emoción puede leerse en su semblante. Un equilibro admirable. La acompañan con sordidez y austeridad: Marcelo Subiotto, Edgardo Castro, Andrea Garrote y Leonor Manso.
Es admirable cómo un relato tan común puede deparar sorpresas sin alardear ni cancherear. Fontán no se refugia ni en la solemnidad, ni en lo discursivo. Los giros se dan con naturalidad y fluidez y, al final, con coherencia narrativa. En los detalles, en los pequeños gestos, se encuentran los instantes más imprevisibles, y gracias a ellos (desde cómo poner una pava hasta darle de comer a un gato) se sucede el verosímil. Una conexión invisible con el resto de la obra del autor, como El árbol o Elegía de abril.
La deuda es un trabajo lleno de sutilezas, diálogos precisos, una puesta delicada, pero con un trabajo con el color azul digno de un film de Kieslowski. Interpretaciones sólidas, especialmente de una notable Belén Blanco, llevan adelante un relato cargado de tensión y humanidad. El apoyo de Lita Stantic y los hermanos Almodóvar confirman que se trata de una obra global pero intimista, personal, de autor. Sin fisuras narrativas, un ritmo lento pero atrapante, una duración sin un minuto de más, es de lo mejor que dio el cine nacional en 2019.