La presencia de Mel Gibson en el rol de Walter Black hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido.
Con tres películas en su haber como directora, Jodie Foster ya comienza a dar señas de poseer un universo propio bastante particular, aunque es con esta tercera película, La doble vida de Walter, que explota con una historia por demás llamativa. Al igual que en Mentes que brillan y Feriados en familia, Foster directora juega nuevamente con lo extraño, con aquello que se sale de la norma y que impacta contra lo convencional, haciendo foco quienes tienen que convivir con estas “anomalías”. Que en verdad no son anomalías, sino comportamientos, decisiones, síntomas de los otros, que por movernos del lugar en el que cómodamente nos ubicamos, nos generan dudas, incertidumbres y nos hacen verlos como rarezas. Pueden ser un niño genio, una hija conflictuada en el marco de una familia estructurada convencionalmente o un tipo que para mitigar su depresión se inventa un alter ego en un títere con forma de castor. Estas formas de lo que no debe ser son exacerbadas en este film, el más logrado hasta ahora de la directora, que además transmuta su temática a la propia narración, desacomodando y desencajando al espectador continuamente.
Claro que Foster tiene un as en la manga, que hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido. Ese elemento extraño, ese meteorito enrevesado que choca y saca astillas de incomodidad, se llama Mel Gibson. No hay inocencia que valga, Walter Black es un personaje que le sirve para hacer catarsis. Y el actor le incorpora su habitual sadismo, que aquí es físico pero mucho más psicológico, por ende, más profundo. Walter Black es un empresario exitoso que sufre una gran depresión y esto no sólo lo complica laboralmente, sino también afectivamente: sin nada para comunicarle a sus hijos ni a su esposa, es una especie de fantasma que recorre la vida. Su esposa (Foster) lo echa de la casa, se instala en un hotel e intenta suicidarse. Pero falla en el intento y Walter vive ese suceso como un llamado de atención sobre lo que tiene que hacer con su vida desde ahora. Aunque, detalle: adjudica eso a la presencia del castor-títere, que se convertirá de ahí en adelante en la voz de su inconsciente… y en su mano izquierda.
La actuación de Gibson es notable, como así el trabajo de la directora respecto de cómo introducir este elemento extraño en la narración. Foster lo hace sin medias tintas, sabe que lo que va a mostrar puede sonar ridículo, pero va hasta el fondo. Y recorre salvajemente (porque el film es veloz, tenso, acelerado) todas las posibilidades que un tipo con un títere en la mano puede generar. Hay humor, hay absurdo, hay apuesta al ridículo, hay provocación (¿alguien dijo menage a trois entre el muppet y el matrimonio Black), hay terror y también un necesario recorrido que no olvida que, después de todo, La doble vida de Walter es un film de autodescubrimiento, de procesos, de gente que no tiene voz y que debe hallarla para poder convertirse en alguien. O al menos intentarlo. Es lo que le pasa también a su hijo mayor (Anton Yelchin), que cobra por hacer las tareas de sus compañeros de escuela, y a la porrista mejor promedio (Jennifer Lawrence), que tiene que decir su discurso de fin de año y no sabe qué decir o cómo decirlo.
Nos habíamos olvidado de decir que La doble vida de Walter tiene una subtrama, una segunda línea narrativa protagonizada por el hijo de Black y la porrista. Olvido consciente: pues ahí encontramos no lo peor, pero sí al menos lo más convencional del film. Lo convencional en esta película es condenable, porque precisamente lo que se intenta es aprender a entender lo que está por fuera de lo comprensible. Sin embargo, uno puede leer esto como un descanso del relato, un necesario remanso antes de emprender un nuevo viaje ascendente-descendente, como esa montaña rusa que funciona (a veces torpemente) como leitmotiv, hacia la profundidad de la psicología de Walter Black.
Es interesante por tanto fijarse un rato en esas montañas rusas. En el film, Meredith (Foster) es una ingeniera que las construye. Que al final sea una montaña rusa lo que una a la familia puede ser una metáfora un tanto ordinaria, pero lo que importa es su valor simbólico: es la esposa, la mujer, la madre, como red; son las manos de Meredith que elaboran esos recorridos, parecidos a los de la vida y a los de la cabeza de cualquiera de nosotros (incluso la de Walter), con sus caídas y sus subidas. Por eso, Meredith mira desde afuera en el final, mientras padre e hijo se abrazan. No hace falta involucrarse o meterse más de la cuenta, dice, piensa Meredith madre y Foster directora: de ahí las brillantes elipsis y fueras de campo que son parte del relato. A veces basta con saberse parte de ese todo que se construye, ese todo con lo bueno y lo malo que implica: por eso la trama áspera con Walter, por eso la convencional con su hijo. Por eso, al final, logran congeniar y abrazarse. De este todo orgánico, repleto de rabia, amor, risa, llanto, frustraciones y demás, está hecho el camino. Hay que atreverse a transitarlo, aunque no prometemos que el viaje sea del todo luminoso. Walter, Meredith y Mel Gibson, lo saben. Foster también, y lo filma como pocos.