Marcos Roldán (Carlos Portaluppi) es enfermero de la unidad de terapia intensiva de una clínica. En la primera escena lo vemos salvar a una paciente en las puertas de la muerte, cuidar a los enfermos con dedicación, ejercer la piedad como un pequeño dios en la Tierra. Sus noches transcurren en la oscuridad de la sala, entre medicamentos y respiradores; sus días en la soledad de un departamento descascarado, con el mal sabor del abandono. Pero un día llega a la clínica Gabriel (Ignacio Rogers), un nuevo enfermero joven y primerizo, dispuesto a aprender de Marcos y a seguir sus pasos. Todos y cada uno de sus pasos.
La dosis se sitúa en ese contorno que separa a Marcos de su némesis, esa figura que le disputa su lugar y sus méritos. La estrategia de la película consiste en situar el terror en ese universo cotidiano, en alimentarlo de los miedos y deseos silenciados de Marcos, de los huecos de esa vida solitaria que el nuevo enfermero llena con sus escurridizas intenciones. Sin embargo, la puesta en escena transita por carriles previsibles, las dualidades que sugiere el argumento no terminan de inquietar los diseños de las escenas, las revelaciones se juegan casi a contrapelo de ese clima ominoso que había definido el comienzo de la historia.
Es Portaluppi quien sostiene verdaderamente la ambigüedad de la mirada, quien trasmite con precisión las angustias e inseguridades de su personaje, quien trasluce en su gesto la transformación de lo conocido en extrañado. Basta con verlo parado en la puerta de terapia intensiva, sin palabras ni reacciones, como la verdadera aparición de esa sombra que lo sigue a cada paso.