El bar de los trágicos
Hay autores literarios que tienen un universo personal tan físico y estético, que su traslación al cine se hace casi por ósmosis: sus elementos constituyen piezas que logran vincularse con los géneros del cine. Dennis Lehane es uno de esos nombres. Más allá de abordar cuestiones casi fantásticas en La isla siniestra, en el centro de sus historias están siempre esas experiencias de vida que conectan al hombre con su entorno, tanto de vínculos como geográfico. Si bien Río místico no fue la aproximación más satisfactoria, tanto aquel film de Martin Scorsese como -la mayor- Desapareció una noche son tragedias urbanas, existencialistas, que conectan con el cine norteamericano de los años 70’. En esa línea, La entrega es un drama con elementos de policial que se aprovecha del aire que respiran los personajes para construir un recorrido que es pura tensión. Pero que, a la vez, pone en primer plano otro drama: el de los escritores guionistas de sí mismos.
Aquí Lehane oficia por primera vez de guionista, adaptando su propio cuento Animal rescue. Y si bien esto no parecería un inconveniente a priori, porque nadie conoce mejor la obra que aquel que la creó, encuentra en el film de Michaël Roskam algunas limitaciones. Porque a una trama con fuertes connotaciones religiosas, Lehane le subraya aquello que estaba presente desde el minuto uno con una serie de simbolismos excedentes y metáforas visuales innecesarias. El guionista es alguien que trabaja las palabras pensando en las imágenes, algo que al escritor sin dudas se le complica un poco si no tiene asimilado el poder de la síntesis o si no puede dejar de pensar el cine como un sucedáneo de la literatura.
Más allá de aquellas instancias en que la película se vuelve explícita en su camino recto hacia temáticas como la redención y la culpa, La entrega funciona porque encuentra un trío protagónico (Hardy, Gandolfini, Rapace) que sabe que el cine es aquello que vemos (y a veces lo que oímos) y contamina con cada gesto, cada postura corporal, cada inflexión de la voz con un aura irredimiblemente trágico. Y porque el director Roskam logra darle a cada escena un peso y una gravedad -que no solemnidad- que va acrecentando con el correr de los minutos su negrura, hasta explotar en un final que reconfigura todo lo visto y que de alguna forma pone en primer plano otro asunto que estaba un poco lateralizado en la narración: la soledad del hombre contemporáneo que, muerto Dios, es demasiado consciente de sus actos.
En La entrega, Lehane aporta un material que desde lo literario huele un poco a Elmore Leonard (hay derrota y oscuridad, pero también un humor tumultuoso que aparece cada vez que Gandolfini alumbra la pantalla) mientras que desde lo cinematográfico rinde homenaje a esa influencia constante que es el primer Scorsese: un bar, una ciudad, vínculos que se desarrollan y explotan a partir de esos espacios compartidos (hay una escena ejemplar de esto, cuando la investigación policial da contra un habitué del bar y este se niega a ampliar testimonio porque ese es el lugar al que va con amigos a beber).
Con esas referencias como norte, el escritor sólo tiene que aportar sus varones tristes habituales, un mundo masculino pervertido y en lucha constante contra sus demonios interiores, mientras que Roskam trabaja invisiblemente allí donde debe hacerlo un director que sabe narrar: sin regodeos visuales, yendo directamente al hueso de una historia muy bien estructurada dramáticamente. La entrega parece tener algunas concesiones sobre el final, pero en verdad son más las dudas que se ciernen sobre sus personajes incapaces de deshacerse del pasado que las posibilidades de redención.