Una que sepamos todos...
La Era del Rock es una de esas películas que dejan en claro que lo cinematográfico es algo que excede la suma de las partes. Uno podría decir que el combo entre nostálgico e irónico de repasar hits del rock y el metal americano recreando el Sunset Strip californiano de 1987 -pleno furor del llamado “hair metal”, con todo el despliegue de exageración y teatralidad que eso mostró-, tiene todo para funcionar, como parece demostrar el exitoso musical que da origen al film. Pero el cine tiene elementos propios que no caminan paralelamente con el teatro. Y en esa transposición algo parece haberse quedado en el camino.
Para los que vivimos nuestra adolescencia en esos años que pinta la película, la cuestión será saber hasta qué punto uno puede tomar la distancia suficiente como para disfrutar del mundo que ofrece La Era del Rock y, especialmente, cómo lo muestra. Si bien la película no es muy fiel musicalmente a la época ni a un estilo determinado (se presenta como una mirada al mundo del “hair/glam metal” de fines de los ’80, pero se trasforma en una Rockola Top 40 multiproposito en la que, además de Bon Jovi, Poison y Def Leppard entran Journey, Foreigner, R.E.O. Speedwagon, Pat Benatar, Joan Jett, Twisted Sister y Guns N’ Roses, entre otros), hay un concepto que la reúne y que uno podría definir como música “uncool” (debería poner “grasa”, pero temo furiosos comments de fans de Ratt y Europe) ¿Lo miramos con ironía, con cariño, con nostalgia? ¿Pensamos que es “horrible pero gracioso” o, más bien, “qué buenas canciones se hacían entonces”?
Supongamos que aunque uno no pueda ver ni de lejos un disco de Night Ranger o de Warrant (ni hablar de Extreme, los creadores de More Than Words), el tiempo ha pasado y uno ya encuentra divertidas esas canciones, simpático el mundo que pinta la película y tiene curiosidad por esos “mash-ups” musicales que presenta. Digamos que uno entra a La Era del Rock desprovisto de prejuicios, entregado a un setlist que sólo aceptaría a las 4 de la mañana y con bastante alcohol encima, con espíritu de espectador de American Idol, con varias temporadas de Glee encima y con su mejor actitud de “fiesta de disfraces”. Aun así, nunca termina de funcionar.
¿Por qué? Porque la puesta en escena no es buena, porque las canciones están mal interpretadas (los arreglos, las voces), porque la mayoría de los actores no está bien, porque los números musicales son chatos, montados con los pies, desprovistos de gracia. Digámoslo más crudamente: la película no es lo suficientemente gay para ser divertida, es un malentendido “camp”. Ni siquiera se pelea en esa misma zona que el “hair metal” de la época se peleaba con la sexualidad: rock masculino, de barrio, pero con vestuarios, peinados y maquillajes que reflejaban otra cosa. Ese conflicto, que es lo más rico que la época tenía, no logra plantearse del todo en el film, al punto que una revelación gay friendly en el medio de la trama queda más como una cargada/tomadura de pelo que una aceptación creíble. Y ni hablar de la forma en la que se trata a las “boy bands” de turno…
La historia no es muy importante, pero la resumo. Hay una chica que llega de Oklahoma a Los Angeles con ganas de triunfar como cantante. En el Sunset Strip empieza a trabajar en The Bourbon Room, un club que es el epicentro de esta movida de pop metálico, donde conoce a un chico del que se enamora (también un aspirante a rockstar). Aprovechando sus deudas impositivas, el club está siendo atacado por las autoridades californianas (en especial, la esposa del intendente de la ciudad) por su mala influencia en la juventud, por lo que el dueño convoca a la banda más popular del momento (Arsenal, liderada por Stacee Jaxx) a dar allí su último show antes de separarse. Todo esto se irá mezclando en una trama armada a partir de las letras de canciones prexistentes, mediante las cuales se tratará de ir contando la historia.
Todo este musical de rockola, aseguran, funciona muy bien en el teatro, ya que allí se apuesta a romper “la cuarta pared”, haciendo participar al público de la fiesta ochentosa, casi en plan celebración de la nostalgia. Más allá de lo que uno pueda opinar de ese tipo de experiencia -tengo una relación bastante difícil con el llamado “consumo irónico”-, esa comunión teatral es algo que la película nunca puede reproducir, por más esfuerzos que hagan todos los involucrados.
Tampoco el elenco aporta demasiado. Descartando a los dos blandos protagonistas, ni Alec Baldwin ni Catherine Zeta-Jones ni Paul Giamatti ni mucho menos el ya agotador Russell Brand logran aportarle demasiada gracia a sus personajes (en un pequeño papel, más que olvidable, está Bryan “Breaking Bad” Cranston). Mejor está Tom Cruise, ya que su personaje a lo Axl Rose le permite excesos de todo tipo y Tom le pone el pecho, literalmente, al asunto, sin miedo al ridículo. Lo que no logra nunca es cantar de una manera más o menos decente…
La Era del Rock no funciona siquiera allí donde Glee sí funcionaba (lo pongo en pasado porque ya no veo la serie y no sé si sigue funcionando muy bien). En Glee, los personajes creían en lo que hacían y, más allá del tono paródico que podía rodear a cada episodio, había algo sincero en ese cariño por los personajes y por las canciones que interpretaban. Acá no parece haber mucho de eso y uno se siente como espectador de una fiesta privada, imaginándose que ellos la deben haber pasado muy bien haciendo la película, pero que la experiencia -más allá de algún que otro momento- nunca llega a integrar a quien la mira. Y este tipo de películas dependen, más que nada, de sumar al público a la experiencia. Mirado de afuera es todo un poco ridículo, como ver un video del carnaval carioca de una boda a la que uno no fue.