Estafa sentimental
Si hay algo que no se le puede negar a La esencia del amor, la película del británico Paul Andrew Williams, es que no escatima en recursos para quebrar hasta al más duro. Nada parece demasiado para lograr el cometido de ahogar en lagrimas al espectador. Es cierto que tener como punto de partida la historia de una viejita que trata de disfrutar sus últimos días de vida cantando en un coro de jubilados, ya sienta las bases para que el uso de carilinas sea, por lo menos, alto. Pero Williams no se anda con chiquitas y se juega el todo por el todo en cuanto a golpes bajos y sacarina, y sale victorioso: La escencia del amor 1- nuestra dignidad como espectadores 0.
Pero esa batalla perdida contra la tristeza impuesta a la fuerza no es solo merito del director inglés y sus vueltas de guión. Sería bastante injusto no mencionar que el principal motivo por el que es tan difícil permanecer con el lagrimal seco es la imposibilidad de no caer ante el encanto que produce Vanessa Redgrave (la Marion del título original, Song for Marion). Ella, junto con Terence Stamp, se escapan del control absoluto del sube y baja sentimental que propone la película y permiten que se cuele alguna emoción real: porque hay que tener el corazón de piedra para no creerle todo a Marion cuando le canta con un hilo de voz True Colors al cascarrabias de su marido.
Después de Marion no hay nada. Bah, en realidad hay algún que otro drama de relleno tirado de los pelos (¿o qué es si no esa relación tormentosa entre padre e hijo sin ninguna causa aparente?) y la pacatería en la cara anodina de Gemma Arterton. También quedan los tristes y calculados pasos de comedia pensados para señoras en busca de un “humor sano” ( al mejor estilo: “¡pongamos viejitos a bailar el robot!”) y la sensación de que retrocedimos treinta años.