Nunca es demasiado tarde...
El director de London to Brighton y The Cottage concibió un auténtico crowd-pleaser, una de esas películas “encantadoras” tan demagógicas como previsibles, otra comedia “geriátrica” que toca -no siempre de forma afinada- ciertas fibras sensibles y emotivas que la vinculan con films como Rigoletto en apuros, Tocando el viento, Chicas de calendario, ¿Y si vivimos todos juntos? o El exótico Hotel Marigold, por nombrar sólo algunas.
Hasta el espectador más desatento o poco intuitivo podrá adivinar desde el primer fotograma que el viejo gruñón, aparentemente insensible y bastante despótico, que interpreta el gran Terence Stamp terminará involucrándose de lleno, a fondo, en aquello que al principio desprecia: el coro que dirige la bellísima Gemma Arterton y en el que participa su esposa (Vanessa Redgrave), que padece un cáncer irreversible ya en fase terminal. Y que también terminará reconciliándose con su hijo (Christopher Eccleston), al que jamás le ha dado una palabra de aliento.
Porque estamos ante una suerte de cuento de hadas contemporáneo, un film sobre la redención, las segundas (o terceras) oportunidades, sobre viejitos que cantan rock y bailan rap (aunque eso les cueste que al rato venga a buscarlos una ambulancia), un antídoto contra el cinismo de estos tiempos.
Confieso que es un subgénero que en general no me gusta demasiado, al que suelo encontrar algo rancio, arcaico, forzado y facilista en la aplicación constante de las mismas fórmulas. Pero sé, al mismo tiempo, que hay un segmento de público no menor que suele elegir, disfrutar y celebrar con los demás cuando llega a la cartelera comercial una propuesta así. Está en cada uno, entonces, elegir si acompañan o no a Stamp en ese viaje íntimo desde el Infierno al Paraíso.