Un producto pensado como golpe bajo emocional
En 1952, Akira Kurosawa dirigió el drama Ikiru (Vivir), inaugurando la versión moderna de un género cinematográfico que podría definirse como “film de enfermedad terminal”. Durante las siguientes seis décadas, las películas que tocan frontal o tangencialmente el tema se apilaron en una Torre de Babel donde las buenas, las malas y las feas hablan entre sí en cientos de idiomas diferentes. Con su pudoroso y nada afectado tono, el largometraje del japonés sigue siendo una suerte de patrón a partir del cual es posible medir otros acercamientos a situaciones cinematográficas similares. Si lo usamos, por ejemplo, para medir La esencia del amor, el film del británico Paul Andrew Williams mide bien bajo en la escala Ikiru. Sólo dos factores le sirven de salvavidas e impiden su hundimiento total: las actuaciones centrales de Terence Stamp y Vanessa Redgrave, que con habitual profesionalismo le imprimen algo de humanidad a un producto pensado exclusivamente desde el golpe de efecto emocional, como una extensa publicidad cuyos artículos de venta fueran, alternativamente, el llanto y la sonrisa. Cuando no ambas cosas al mismo tiempo.
A Marion le queda poco tiempo de vida y ha decidido dedicarle su último aliento al canto. A su marido Arthur el coro del pueblo le resulta insufrible –como tantas otras cosas–, pero lo soporta a regañadientes. Es un viejo cascarrabias y las frustraciones de toda una vida se reflejan en el rostro y en su carácter. Apenas si habla con su hijo en medio de una situación tan delicada. ¿Podrá el trabajo en equipo del coro unir a esa familia que parece a punto de extinguirse? La respuesta es: por cierto que sí. Y con creces. En el fondo, La esencia del amor es una cruza entre el film de enfermedad terminal y la comedia de ancianos metidos en un concurso amateur (de la clase que fuere), cuyo último exponente estrenado en nuestro país es la belga Las chicas de la banda.
Con un giro de timón a mitad de camino, luego de un hecho de radical importancia, el guión de Williams no pierde ocasión para dispararle munición gruesa al espectador, ya sea por vía del humor (el gastadísimo truco de los viejitos cantando “temas modernos”) o el impacto dramático (las escenas de reconciliación con la vida y con otros seres humanos van acumulándose hasta el límite de lo permitido). Afortunadamente, entre tanto chantaje y aleccionamiento emocional, hay algo de verdad en algunas miradas silenciosas de Stamp y Redgrave. Mucho más que en la serie de acontecimientos y diálogos hilvanados por la historia. Esa también es la magia del cine.