Que nunca se acabe la música
Si se mezclara la densidad dramática de Amour, de Michael Haneke, con la frescura y dinamismo de Rigoletto en apuros, de Dustin Hoffman, se obtendría como resultado conceptual La esencia del amor. En las tres propuestas, el denominador común es la música como terapia para sanar y su efecto positivo para transitar la vejez desde un costado de creatividad y no limitado o coartado por el paso del tiempo o los achaques de la ancianidad.
Sin embargo, para el caso singular de este film inglés del director Paul Andrew Williams, protagonizado por Vanessa Redgrave y Terence Stamp y coprotagonizado por Gemma Arterton junto a Christopher Eccleston los resortes del melodrama se tensan a niveles tolerables para el espectador, siempre sazonados con grageas de comedia en falso y todo eso se sostiene simplemente por contar con la excelencia del reparto encabezado por esta pareja de la tercera edad que puede dar cátedra de actuación.
Para salirse del cliché de la composición del personaje, dado que el guión se encarga de construir relaciones más que personas individuales, el aporte de matices de Terence Stamp, y el carisma de Vanessa Redgrave elevan el nivel de la historia, que transita por todos los estadios de un relato que se inserta en los últimos momentos de un largo proceso de deterioro y enfermedad de una enferma de cáncer que encuentra en el coro de la mutual de jubilados la contención y el refugio para su transición hacia el desenlace.
Arthur, su esposo, carece de la sensibilidad para comprender que debe dejarla elegir cómo desea pasar sus últimos días y será la música o mejor dicho cantar desde el corazón y con el alma lo que termine por conectarlos para siempre.
Una de las ideas que prevalece a lo largo del metraje es la clausura de la técnica o la perfección en la interpretación de los ancianos coreutas siempre que lo que se cante obedezca a la manifestación de los sentimientos y al des acartonamiento en función a la desinhibición como ocurre con el personaje de Arthur y su paulatina transformación de parco y gruñón a hombre sensible.
El otro pilar desarrollado desde el guión responde a las conflictivas relaciones entre padres e hijos con un Christopher Eccleston correcto en el rol de hijo no reconocido y distante sin descontar la simpatía de la joven Gemma Arterton, una directora de coro con una energía que contagia a cualquiera.
La virtud de esta película es saber transitar por los caminos del drama duro sin caer en golpes bajos o chantajes emocionales obtenidos desde manipulaciones poco nobles. Aquí se sacuden las vibraciones de los cuerpos, de las voces y de esas palabras que cantadas llegan a lo más profundo y que forman parte de una música que debería no acabarse nunca.