La espía roja

Crítica de Diego Lerer - La Agenda

La abuelita espía

Si bien es de “la vieja escuela”, a La espía roja le falta nervio y sutileza para la exploración de un personaje que se imagina mucho más complicado.

Si lo que se asegura en La espía roja es cierto, la historia merecía una película mucho mejor que esta. Según el film de Trevor Nunn, la célebre “abuelita espía” británica Joan Stanley (nombre real: Melita Norwood) fue prácticamente la responsable de que se haya mantenido la paz mundial entre Estados Unidos y la Unión Soviética por casi medio siglo. Pero a juzgar por el moroso tratamiento de su historia real, difícil creer que semejante aseveración sea cierta.

El film, basado en una novela de Jeanne Rooney, es un cuento clásico de espionaje contado mediante flashbacks desde una sala de interrogatorio policial. En el año 2000, y tras la divulgación de ciertas informaciones secretas de la Segunda Guerra que salieron a la luz tras la muerte de un importante funcionario británico, la modosa y suburbana jubilada Joan Stanley es detenida. Encarnada por Judi Dench, da la impresión de que a la tal Joan solo se la podría acusar de hacer ruido con un secador de pelo. Pero el interrogatorio va revelando otros costados del personaje, muy alejados de su aspecto actual.

La espía roja de ahí en más se va al pasado para volver solo ocasionalmente al presente del relato, convirtiendo a Dench en un personaje secundario de su propia historia. La parte central de la trama la muestra en su juventud cuando, mientras estudia en Cambridge en 1938, empieza a simpatizar con causas socialistas y a involucrarse políticamente con otros jóvenes que trabajan para la Unión Soviética. Estudiante de Física, Joan comienza a trabajar en el proyecto secreto inglés de fabricar su propia bomba atómica. Pero los soviéticos están interesados en hacer la suya propia, por lo que los amigos de la chica la presionan para que les pase información. Ella al principio no quiere saber nada, pero tras Hiroshima y Nagasaki empieza a dudar y cae en la cuenta de que la única forma de mantener la paz mundial es que la Unión Soviética esté en igualdad de condiciones con los norteamericanos en lo que respecta al poderío atómico.

Jordan
Judy Dench encarna a la célebre espía Joan Stanley
Nunn siempre quiere que nos quede claro que la mujer llegó a lo que llegó solo motivada por intereses humanitarios y/o románticos, y que jamás simpatizó con el régimen de Stalin. Pero tampoco resulta muy creíble la operación. A lo largo de los años que la película narra se intenta mostrar que lo más importante fueron los romances (verdaderos o falsos) que la chica mantuvo con uno de los espías y con su jefe en el proyecto nuclear -un hombre casado- que cualquier cuestión geopolítica, pero es difícil creer que lo central haya pasado por allí. De hecho, el personaje, interpretado en su juventud por Sophie Cookson, está pintado de una manera tan inocente y chata que es difícil hasta imaginarla capaz de tomar los riesgos que tomó y vivir la vida secreta que vivió durante muchos años.

Si bien es asumidamente una película de “la vieja escuela”, a La espía roja le falta nervio para ser un buen film de espionaje y sutileza para ser una buena exploración de un personaje que uno imagina mucho más complicado y ambiguo que el que se da a conocer aquí. Cuando la película vuelve a Dench -a sus dudas, sus confesiones, sus declaraciones, los problemas que le surgen en el presente con las revelaciones- la película crece, se vuelve más extraña e inteligente. Después de todo, hemos visto decenas de films de espías de la Segunda Guerra pero no tantas historias sobre esas mismas personas, ya octogenarias, diciendo que no tienen nada que ver con lo que se las acusan mientras vierten el te en una taza con la foto del Che Guevara.