Joan Stanley aparenta ser una anciana igual a tantas otras que dedica su tiempo al cuidado de su jardín, tal como muestra la primera escena. Pero, cuando una mañana llegan varios oficiales del servicio secreto británico con una acusación de espionaje bajo el brazo, queda claro que esa señora adorable tuvo un pasado muy distinto al que siempre contó.
Basada en el caso real de Melita Norwood, La espía roja muestra el recorrido que llevó a aquella por entonces joven veinteañera a involucrarse con la KGB. Todo comienza cuando, mientras estudiaba Física en Cambridge a fines de la década de 1930, se enamoró de un joven comunista convencido de las bondades del sistema soviético. Un sistema necesitado de información sobre el desarrollo tecnológico de los británicos y los norteamericanos, cuestión de no quedar rezagado en la carrera armamentística que empezó incluso antes del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Con una narración que va y viene entre el presente y aquel pasado, la de Trevor Nunn es una de esas películas que deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor. Su tono académico está lejos de la intriga del espionaje, la música omnipresente de George Fenton (que incluye violines de fondo en una escena de sexo) intenta guiar las emociones del espectador y el elenco –con la notable excepción de Dench– se mueve en un registro apesadumbrado.
Melodrama bélico antes que thriller político, La espía roja sobrevuela aquel largo periodo de tiempo de modo superficial y estilizado, sin explorar las contradicciones de una mujer tironeada entre el deber patriótico y sus mandatos éticos. Distinto es el caso de la pata del relato apoyada en el presente, donde Dench logra insuflarse a su mirada cristalina un aura culposa pero reposada ante el pedido de explicaciones de las autoridades y principalmente de su hijo. Su trabajo es de un nivel de excelencia muy por encima del de la película.