Inspirada en la historia de Melita Norwood, la británica que fue descubierta como colaboradora de la KGB tarde, demasiado tarde, La espía roja habla de traición, convicciones, contexto, amores, anhelos, decisiones en tiempos convulsionados, complejos (como todos, pero estos quizá más). Y va desde un presente del relato bastante anodino y con poco despliegue de tensión a un pasado que promete emociones -al fin y al cabo, ahí están los nazis, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría para dotar de atractivos a la historia de la joven Joan del título original-, pero que, lamentablemente, no se concretan.
Porque en el cine, otra vez, el "qué" es el "cómo". No basta con temas apasionantes a priori: el a priori no se ve en la pantalla. Y lo que se percibe en esta película de Trevor Nunn -director de la obra musical Cats en su puesta original y coautor de "Memory" con Andrew Lloyd Weber- es un quietismo muy particular y diversas fallas (o desinterés) en la concepción del suspenso, del melodrama y de casi cualquier atractivo cercano al film de espías, e incluso al mero film biográfico. En La espía roja hay una progresión narrativa anestesiada (propia de telefilms de hace décadas), actuaciones correctas en el sentido menos creíble de la corrección y el intento de hacer una película desde una "mirada de personaje femenino", pero Joan empieza y termina definida por los hombres; entre ellos, claro, papá Stalin.