Humillación y sacrificio.
Por suerte todavía podemos encontrar ocasionalmente realizaciones que si bien no llegan a maravillar ni a instituirse como puntos de referencia dentro del contexto cinematográfico contemporáneo, por lo menos aportan un poco de aire fresco y hasta pueden resultar atrayentes tanto por la materialización parcial de sus objetivos explícitos como por una especie de “traición involuntaria” al esquema general propuesto por la trama, ese margen de incertidumbre que siempre arrastran los artistas al momento de la “confluencia”, cuando la obra en cuestión se enfrenta a los distintos segmentos del público a captar. Desde ya que el acercamiento y sus consecuencias ponen de manifiesto las subjetividades de los extremos.
La israelí La Esposa Prometida (Lemale et ha’halal, 2012) puede ser leída como una curiosidad melodramática en la tradición de Jane Austen o como un intento concienzudo por legitimar a la congregación jasidista de Tel Aviv. La historia es muy sencilla: frente a la muerte de su hermana al dar a luz a un niño, Shira (Hadas Yaron) se ve presionada por su madre Rivka (Irit Sheleg) para casarse con el viudo, Yochay (Yiftach Klein), ante la posibilidad de que el hombre acepte una oferta de otro “matrimonio arreglado” con una mujer en Bélgica, lo que implicaría la partida definitiva del bebé de Israel. Luego de las reticencias iniciales, los protagonistas comienzan un juego ciclotímico en pos de “efectivizar” -o no- dicha unión.
Durante gran parte del metraje la directora/ guionista debutante Rama Burshtein, desde una perspectiva antropológica bastante inocente, se preocupa por dejar en claro que la “palabra final” con respecto al casamiento es de la pareja de turno, más allá de los imperativos sociales y la necesaria aprobación del rabino. El film obvia los aspectos más nocivos de este fundamentalismo religioso, léase el sexismo, la alienación cotidiana, la hipocresía, la violencia latente, la sumisión y esa patética necedad a la hora de comprender al “goy”, al otro por fuera del clan. En esto tiene mucho que ver la condición de judía ortodoxa de la propia cineasta, lo que deriva en un retrato “casi” instintivo de una colectividad patriarcal.
A pesar de cierta torpeza en el desarrollo narrativo, que incluye problemas de continuidad y un desaprovechamiento de la tensión en algunas secuencias concretas, Burshtein consigue una excelente actuación por parte de Yaron y nos ofrece -desde el más puro automatismo cultural de origen- un lienzo detallista acerca de los “dolientes de Sion y Jerusalén”, tan cegado por un sectarismo bobo orientado a un “lavado la cara” como valioso desde el punto de vista etnográfico (se destaca en especial la escena del Purim). Las paradojas sellan la estructura de un convite agridulce aunque interesante que por un lado parece denunciar sutilmente al sororato y por el otro condona las humillaciones y un “sacrificio” ridículo…