La Esposa Prometida es el primer largometraje que realiza Rama Burshtein, una mujer judía ortodoxa, y podría ser leída como una película que abre (tímidamente) la puerta hacia la intimidad de tal religión y forma de vida. Sin embargo, la simple historia que este film presenta va más allá de eso.
Shira (Hadas Yaron) es parte de una familia que vive aislada en jasídico secular, es decir, que pertenece a un movimiento religioso ortodoxo del judaísmo en Tel Aviv. Un día es presionada por su madre Rivka (Irit Sheleg) para contraer matrimonio con Yochay, su cuñado (Yiftach Klein) quien ha enviudado luego que la hermana de Shira falleciera al dar a luz a su bebé. Ante tal hecho trágico e inesperado, Shira debe cambiar sus planes de casarse con el joven que le interesa, para unirse a Yochay antes que éste acepte una oferta nupcial en Bélgica, lo que implicaría la partida del bebé de Israel. Para el nuevo viudo rehacer su vida es prácticamente su único objetivo, pues en su cultura debe buscar a una buena mujer que críe a su hijo, ya que en estas religiones, la crianza siempre queda del lado femenino, pero con supervisión masculina.
Ante este potencial doble riesgo: que el bebé sea alejado del seno familiar materno, y que Yochay encuentre una madre que no sea lo suficientemente buena, surge la idea de emparentarlo con Shira. Así se da inicio a un largo (pero no tedioso) diálogo entre la familia materna y el viudo, para intentar concretar la unión, no sin dejar en claro que la decisión final será responsabilidad de la joven Shira, y luego será aprobada o no por el rabino de la comunidad.
La búsqueda del bienestar
De esta forma la película invisibiliza y obvia aspectos típicos característicos de el fundamentalismo religioso tales como la sumisión ante la autoridad patriarcal -sin ir más lejos, las mujeres deben caminar por detrás del esposo, del padre, y si tuviese hijos varones, también detrás del hijo-, el sexismo, o la connotación negativa a la mujer que ya sea por elección, o bien por falta de propuestas, permanece soltera -quienes están casadas o próximas a hacerlo, llevan el cabello cubierto, mientras que las demás no lo hacen, en señal de soltería-.
A pesar de esto, la bella Shira en un momento se anima a decir lo que quiere, y lo que siente, pero sus deseos se contraponen al bienestar familiar, y en ese ámbito de encrucijada, se maneja todo el film. El resultado es una pequeña gran historia, bien contada, con geniales actuaciones pero como expliqué antes, con omisiones claras, que resultan producto del origen y crianza ortodoxa de su directora.