Del sueño a la pesadilla
El séptimo largometraje de Michel Gondry está menos preocupado por la suerte de sus personajes que por retorcer y exprimir al máximo un universo visual con reglas tan propias como arbitrarias.
Una rata con cara de hombre, un cocinero que interactúa desde la TV y sale de la heladera, zapatos con vida propia y cordones que se atan solos, alimentos danzantes sobre las bandejas, un timbre símil cucaracha... Podría pensarse que lo anterior corresponde a un sueño, pero en realidad son algunas de las características del universo de La espuma de los días, adaptación de la novela homónima de Boris Vian a cargo del realizador de videoclips devenido cineasta Michel Gondry.
Gondry siempre manejó universos visuales particulares, excéntricos, coloridos. El problema es que estos deben estar apuntalados por un guión y una narración sólidos y cuidados, capaces de contener esa estética al borde del descontrol. Eso ocurrió en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos gracias al texto de Charlie Kaufman y el resultado fue perfecto. Caso contrario, ocurre lo que en La espuma de los días y todo se limita a una parafernalia visual gratuita y vaciada de cualquier funcionalidad narrativa, un ejercicio de estilo destinado a satisfacer sólo a los acérrimos defensores del cineasta.
El film tiene sus mejores momentos en el primer tercio, cuando describe la dinámica del mundo anárquico y deliberadamente artificioso de Colin (Romain Duris). En una fiesta conoce a Chloé (Audrey Tautou, aún imposibilitada de despegarse de la ternura y calidez de su personaje insignia, Amelié), con quien inicia una relación devenida en idilio hasta que le descubren una enfermedad terminal.
A partir de ahí, Gondry empuja su séptima ficción a una suerte de Love Story filtrada por la óptica retorcida de Terry Gilliam aunque sin su oscuridad. Extensísima y agotadora, La espuma de los días se desinfla a medida que lo hace la preocupación dramática de Gondry, quien parece menos interesado en la suerte de sus personajes que en retorcer y exprimir al máximo un universo visual con reglas tan propias como arbitrarias.