Onirismo al estilo de Pomelo
Hay varias clases de onirismos cinematográficos. Uno construye realidades como sueños. Buñuel, Cronenberg, David Lynch. Otro ve los sueños a la luz de un freudismo básico, hecho de símbolos y alegorías llanas. Hitchcock y Dalí en Cuéntame tu vida, Bergman en Cuando huye el día. Está el onirismo maniqueo, en el que el mundo de los sueños es aquello que lo real no sabe ser: Eliseo Subiela, de El lado oscuro del corazón en adelante. La cuarta forma de onirismo, post-psicodélica, imagina los sueños como un trip de Pomelo, el personaje de Capusotto. Cabalgata de imágenes, cuanto más “locas”, mejor. Como si la parte (las imágenes) fuera más importante que el todo (el relato, el sueño mismo). Terry Gilliam a lo largo de toda su carrera, y también Michel Gondry, tal como anunciaba Soñando despierto (2006) y ahora La espuma de los días (de 2013) lleva a su máxima potencia. Más que onirismo, lo de Boris Vian en La espuma de los días, su novela más célebre (1947), podría considerarse, robándole la etiqueta a Alberto Laiseca, una forma de realismo delirante. Lector y autor de policiales negros, Vian escribe ese cruce de comedia hot (por el estilo de jazz que le gustaba escuchar) con folletín (por la enfermedad terminal que aqueja a la amada) con prosa seca y brutal. Da por sentado un mundo en el que los soles son dos y no uno, los ratoncitos hogareños preciados como mascotas, y nenúfares crecen en el pecho como cánceres. Gondry acumula tantas extravagancias, en planos que duran los de un clip (escuela en la que se formó), que las imágenes no se entienden. Y nada que no sean las imágenes importa. De hecho, en una escena obreros de una fábrica quedan partidos al medio por una explosión, y la escena pesa tanto como otra en la que Nicolás, valet del protagonista, para retirar la mesa pasa un escobillón y tira todo al piso.Escrita junto a Eric Bossi, que es uno de los productores, la versión-Gondry de La espuma de los días se parece más a Amelie que al opus máximum de Boris Vian. Más que por el hecho de que el papel de Chloé lo haga Audrey Tautou (siempre con su sonrisa de desarrollo detenido), por la concepción general, en la que lo que importa es la sorpresa, la rareza, una forma de humor que más de uno traducirá como vergüenza ajena. Que es lo que produce cada aparición del actor disfrazado de ratoncito, el juego de escalas entre la casa de Colin (Romain Duris y sus mandíbulas sobredimensionadas) y la del roedor, los platos de comida vivos, como en un comercial de aceite, los juegos de palabras con títulos de libros de Jean-Sol Partre (la novela era contemporánea a Sartre, la película guiña con más de medio siglo de retraso sobre su condición de ídolo pop) o que cada vez que dos personas se dan la mano, sus muñecas giren como trompos hiperrápidos.Que en su última parte la protagonista contraiga una grave enfermedad y su novio caiga de la incalculable riqueza a la indigencia tiene dos consecuencias estéticas. Una es la progresiva decoloración, que Gondry asocia de modo elemental con lo fúnebre y depresivo. La otra, una cierta ralentización de la atolondrada ebullición de invenciones, acompañada de planos que duran algo más que milisegundos. Lo cual permite descansar un poco la vista. Algo que se agradece, teniendo en cuenta que las espumas de Gondry son de larguísima duración. Dos horas once, para ser precisos.