Los seis de Logan
Steven Soderbergh había anunciado su retiro en 2013 pero afortunadamente no es un hombre de palabra y en 2017 dirige La estafa de los Logan (Logan Lucky). La traducción sugiere una conexión a la trilogía iniciada por La gran estafa (Ocean’s Eleven, 2001) y de hecho la película hace algún que otro chiste al respecto, pero la historia no es solo original (guión de Rebecca Blunt) sino que en muchos aspectos es hasta mejor.
Una descripción literal de lo que contiene la película no le haría justicia, lo cual habla de la dirección de Soderbergh y la interpretación de sus estrellas. Que la trama “trata sobre el robo a un autódromo durante una carrera de autos NASCAR” es superfluo, y engañosamente simple. La película realmente trata sobre el diálogo y el comportamiento de sus personajes, el carisma que irradian los actores, y la sensación de que se están divirtiendo.
Lo mismo podría decirse de La gran estafa y sus secuelas. En sus períodos de mayor indulgencia, Soderbergh hace películas como si estuviera contando chistes, y disfruta del proceso de construir el chiste, así como el espectador disfruta del proceso con el que se cuenta la historia más que la historia en sí. Porque Soderbergh es un excelente director y mantiene un tono uniformemente simpático y chistoso, el plan funciona perfectamente.
Los protagonistas del robo son dos familias de sureños despechados. De un lado están los Logan, supuestamente malditos en su suerte: Jimmy (Channing Tatum), un obrero recientemente despedido con ganas de cobrarse una pensión millonaria, su dócil hermano Clyde (Adam Driver) y la más pícara Mellie (Riley Keough). Del otro lado están los criminales Bang, liderados por el primogénito Joe (Daniel Craig como nunca antes visto) y sus dos hermanos menores, que desconfían de los Logan porque sospechan, correctamente, que son más inteligentes.
La mayor parte del crédito se lo lleva Soderbergh aunque el tono y tema de la película recuerdan a una mezcla muy particular de otros estilos. Los personajes definidos psicológica y dialécticamente por un hábitat tan hermético como el sur de los Estados Unidos y la tentación de un crimen aparentemente perfecto recuerda al cine clásico de los hermanos Coen. Por otra parte el tono se asemeja más al de una película de Wes Anderson, tan disciplinada en su ejecución que aceptamos con entusiasmo las partes más absurdas de la trama.
El absurdo a veces roza la auto-parodia, como si estuviéramos viendo algo al nivel de ¿Y donde está el piloto? (Airplane!, 1980). El jefe de la prisión (Dwight Yoakam) donde está encerrado Joe Bang parece salido de esa película, por la forma orgullosa y testaruda en la que insiste en negar un crescendo de problemas siempre usando la misma excusa. Cuando los prisioneros se amotinan, su lista de demandas es demasiado absurda, pero el frente que le hace el jefe la vuelve genuina. Y está el asociado de Bang llamado El Oso, que se viste como un oso, no que la película se moleste en explicar por qué o encontrarle la gracia con chistes rebuscados. La gracia está en la pantalla.
Es todo tan ameno sin ser meloso o deshonesto. Hasta la alegre banda sonora de David Holmes resulta simpática y propia para el tono llevadero de la película, que se construye sobre una sensibilidad country que en cualquier otro caso sería tentador ironizar.
La “estafa” es bastante mundana, lo cual es una decisión bienvenida al lado de los artificios ostentosos de La gran estafa y sus estrambóticas secuelas. El robo tarda en llegar y cuando termina, la película se alarga misteriosa e innecesariamente. Pero el robo en sí nunca es el foco de la historia, sino sus personajes. El humor se pone juvenil de a momentos, y la película parece genuinamente hecha con la misma inocencia con la que se comportan sus personajes. Son simpáticos y comprensibles y están modelados con cierta ternura, incluso los antagonistas y otros papeles menores. Hasta Seth MacFarlane se redime como un buen cómico en sus escenas como un corredor de carreras engreído y divertido de odiar. Lo que necesitaba era un buen director.