La operación que propone el realizador alemán Martin Schreier en La fábrica de sueños es complicada, por momentos peligrosamente parecida a la de Roberto Benigni en La vida es bella: narrar una fábula old school en medio de un contexto histórico no precisamente sencillo, como fue la división de Berlín con la construcción del muro en 1961.
Justo cuando empieza a levantarse, el bueno de Emil (Dennis Mojen, una copia algo más angulosa de Leo Di Caprio en Titanic) consigue trabajo como extra en los famosos estudios de cine Babelsberg, la cuna audiovisual teutona fundada en 1911, donde conoce a una bailarina francesa llamada Milou (Emilia Schüle). Entre ambos inician un inocente juego de seducción que culmina de la peor manera, es decir, con uno a cada lado del muro.
Emil aprovecha la confusión generalizada para hacerse pasar por un poderoso ejecutivo, dando luz verde a una faraónica producción sobre Cleopatra cuyo único fin es poder traer al set a Milou como doble de canto de una famosa actriz. Si bien el reencuentro no será como esperaba, la fábrica de sueños del título prenderá sus motores para que todo arribe a buen puerto.
Desde sus personajes y su tono edulcorado hasta la majestuosa recreación de época y su idea de cine dentro del cine puesta al servicio de mostrar los engranajes de un gran estudio, la película funciona como una sumatoria de partes destinadas a agradar. Y lo hace. Schreier lima toda posibilidad de cuestionamiento evitando la abyección y los gritos de Benigni y, a cambio, ofrece un cuento de hadas donde todo parece posible, un drama romántico predecible y efímero con algunas pinceladas de humor. Una película de pura superficie que, sin embargo, llena los ojos.