De imágenes, sonidos y canciones
Como siempre se dice, lo que importa es el viaje y no tanto el destino. Dicho en términos cinematográficos, no importa tanto la conclusión como la forma en la que se llega a ella. Uno sabe, cuando explotan los conflictos en La familia Bélier, cómo terminarán más o menos las cosas, siendo esta una película amable como es, con su cuota razonable de comedia y drama balanceándose sin aspavientos. El film de Eric Lartigau aborda la historia de una joven que vive con sus padres y hermano sordos en un pueblito francés, como otra forma posible de hablar -nuevamente- de la adolescencia, de los vínculos familiares y de la necesaria posibilidad de volar y romper lazos para crecer. Lo hace con simpleza, amabilidad y -sí- algunas redundancias, pero sin abandonar la honorabilidad que es al fin de cuentas lo que uno termina rescatando de historias trilladas como esta.
Hay dos elementos fundamentales que son utilizados con criterio por el realizador. En primera instancia esa sordera que sufre la familia y cómo la joven Paula es el nexo entre ellos y el resto del mundo. Luego tenemos la música, el canto como una pasión asordinada que posee la protagonista, y que la terminará vinculando a ella con el resto del mundo y, claro, distanciando de su familia en un juego de espejos que funciona cuando no se subraya demasiado. Lo más jugoso estará en esa conexión que se dará entre la música y el universo de los sordos, sonidos que pueden traducirse en imágenes, imágenes que incorporan otra simbología y tienen su poder más allá de la sonoridad que puedan o no tener, concepto que se define en una secuencia notable durante un performance del coro donde participa Paula. Y en ello ayuda mucho la autoconsciente selección del repertorio de Michel Sardou, canciones tan emotivas como sensibleras, que explicitan el costado manipulador y demagógico de la historia sin demasiados conflictos.
Es verdad que si durante una hora La familia Bélier elude con criterio el costado lacrimógeno, no puede evitar en su última parte recurrir a todos los resortes dramáticos para potenciar su parte más emotiva y alcanzar la lágrima del espectador. Por suerte, y para que todo esto conecte de una forma más fluida, el personaje del profesor de música interpretado por Eric Elmosnino aparece como la reserva moral del film, con su sarcasmo pero también su bonhomía, su calidad y su nivel de exigencia, que de alguna manera unifica las partes tal vez un tanto disociadas que construyen el relato central: potencia su costado más reflexivo sobre el arte como don que se alimenta con trabajo y limita lo emocional haciendo evidente el juego del melodrama.
En sus diversos recovecos, la película de Lartigau transita el drama familiar, la comedia de pueblos, el musical de autosuperación, el subgénero de docentes y alumnos, y el romance entre opuestos. Y si bien no toca todas las cuerdas con acierto y algunas subtramas se pierden, sumando sobreactuaciones como la de Karin Viard que resta muchísimo, la película termina superando sus metas por esa capacidad que tienen los franceses de construir personajes que pueden ser antipáticos (el profesor de música, el padre no deja de ser un conservador recalcitrante que lee a Hollande y le pone Obama a un ternero negro) pero aún así honestos como tales. La famila Bélier es, en todo caso, otra demostración de un cine francés industrial y con intenciones de popularidad, pero que se anima abordar algunos asuntos como el lenguaje, la potencia de las imágenes y la forma de comunicarnos, sin tener que sacudir al espectador constantemente con una bajada de línea exagerada.