Estudio sobre la violencia del poder
Desde la mirada de una recién llegada al palacio real, este corrosivo film muestra la podredumbre de los poderosos.
Hubo un tiempo –los años ‘80 y ‘90 del siglo pasado– en que las películas de época estaban hechas a medida de los deseos del espectador tilingo: ese que hubiera adorado vivir en un palacio de los siglos XVII o XVIII, vistiendo un buen par de culottes, una linda peluquita y con sirvientes haciendo reverencias. Relaciones peligrosas (1988) es la película que invirtió el modelo, mostrando qué bien se pudría la corte francesa del siglo XVIII. Siguiendo esa línea, La favorita, del realizador griego Yorgos Lanthimos, viene a corroer el Oscar 2019, cuyo cuadro de honor presenta una película sobre un exvicepresidente estadounidense casi tan interesante como un discurso de campaña en Frankfort, Kentucky, la cuarta versión de un melodrama musical que conoció rendiciones con más garra, un plagio desembozado, que podría llamarse Dejándose conducir por Miss Daisy, y una de superhéroes afroamericanos. Frente a ese panteón soso, el veneno, las conspiraciones, envidias y despiadadas guerras por el poder de La favorita reponen en el cine algo de lo humano que cada día se pierde más. ¿Lo peor de lo humano? En cine, lo peor es lo mejor.
Con guion de Deborah Davis y Tony McNamara, La favorita, que con diez nominaciones iguala las de Roma, favorita absoluta, se abre de modo clásico: con la llegada de una forastera al palacio real. Aristócrata empobrecida por culpa de un padre ludópata, Abigail (Emma Stone) viene a pedir empleo a su prima Sarah Churchill, duquesa de Marlborough (Rachel Weisz), asistente directa de la reina Ana (Olivia Colman). Por una cuestión de afinidad inconsciente, el espectador, que se sabe intruso del “palacio real” de la narración, se identificará de allí en más con la recién llegada, Abigail. Primera inversión de un topos del género “relato de época”, Abigail, que venía cuidando el impecable arreglo de su vestido, se presenta embarrada. Y no por un resbalón, sino por un hijo de puta que le estaba tocando el culo en el carruaje que la trajo, y de bronca la tiró afuera. Dueña de una muy británica lengua viperina, Sarah (pariente lejana de Winston, según dicen), le indica a su prima pobre que dé una mano en la cocina. El espectador ingresa entonces a La favorita se diría que por la puerta trasera de palacio, despreciado y embarrado.
Abigail, ojos del espectador (no casualmente la interpreta una mujer-ojos, Emma Stone), va enterándose junto con él de lo que sucede en palacio y, por extensión, en el reino. Como tantas otras veces, Gran Bretaña está en guerra con Francia, con el liderazgo del Duque de Marlborough, esposo de Sarah. El partido Tory, representado por el hacendado Robert Harley (Nicholas Hoult) se opone a la guerra, ya que los impuestos percibidos por el Estado para sostener el esfuerzo bélico perjudican a los suyos. Se diría que hay en La favorita dos clases de relaciones con el poder. Están los dispuestos a todo (intrigar, traicionar, chantajear) con tal de alcanzarlo: básicamente, Harley y la Duquesa. Y están los que no se hallan en condiciones de ejercerlo: la reina, que sufre de toda clase de trastornos físicos y mentales, desde la gota hasta la falta de fuerzas, pasando por síntomas infantiles como los berrinches. Con la reina en estas condiciones, alguien tiene que gobernar. Sarah Churchill se ocupa de ello.
Una sola cosa calma a la reina, además de sus diecisiete conejos (recordatorio de los diecisiete hijos perdidos), las carreras de patos que organiza en su recámara y las corridas en silla de ruedas. Eso que la calma es que Sarah le haga el amor. Y a Sarah eso le facilita ejercer como regenta. Equilibrio perfecto. Salvo por la mala fortuna de que una tarde, la mujer-ojos descubre el secreto de ambas. Y lo va a usar. Ella también es de las que quieren el poder, como demuestra la velocidad y puntería con que aprende a tirar al pichón. Ahora, Bretaña libra dos guerras: una de hombres contra Francia y una de mujeres en los interiores de palacio. La favorita no es una película agradable. Para eso están las otras películas de época, esas en las que todo es lindo, desde los pisos hasta la vajilla. La favorita es una película sobre la violencia del poder, y hasta los decorados son molestos, todos recargados de cuadros, tapices y cuadros sobre tapices. La utilización reiterada del gran angular por parte de Lanthimos aporta más deformación.
Remando contra la corriente de época, la película de Lanthimos no presenta dos heroínas sino dos villanas (la tercera es una pobre niña rica, sin voluntad y sin carácter). Hay villanos secundarios, claro: hay que ver las porquerías que Sir Harley está dispuesto a hacer para obligar a Abigail a trabajar para él. En la medida en que su tema es el poder, la de Lanthimos no es una película de época, sino fuera de época. Basta sacar a todos de palacio para tener a un gobernante contemporáneo, sus funcionarios, partidarios y opositores en acción, sin portarse bien. ¿Y qué pasó con el espectador? Empezó siendo un ingenuo forastero, cultivó luego a fondo su rol de voyeur y se integró finalmente al tapiz del fondo, como uno más, a quien no animan precisamente las buenas intenciones.