En la real compañía de lobos y conejos
Con diez nominaciones al premios Oscar, el film del director griego presenta con tono irónico un triángulo femenino formidable, puertas de palacio adentro, durante la Inglaterra de los albores del siglo XVIII.
Puertas adentro de palacio lo que se respira no puede menos que ser fantasía de película y realidad para unos pocos. Con la mirada afilada, de punzón que toca primero y se hunde cada vez más, la cámara del griego Yorgos Lanthimos se sumerge allí con el placer malsano más característico, el mismo que exhibe en su filmografía ejemplar, con títulos como Langosta y El sacrificio del ciervo sagrado.
A partir de la figura del triángulo, con el vértice puesto en la reina Anne (Olivia Colman), última monarca en la casa Estuardo de Inglaterra, otras dos mujeres disputarán relaciones de poder y seducción. Por un lado, Lady Sarah (Rachel Weisz), cuyo marido está enfrascado en la guerra con Francia mientras ella dispensa palabras de poder y caricias de lujuria a la reina. Por el otro, Abigail (Emma Stone), dama caída en desgracia, que llega con el barro impregnado en su cuerpo a pedir residencia y trabajo en la corte. Las dos, primas. Una de ellas, la favorita.
De esta manera, el impiadoso y excelso Lanthimos se divierte con el cuidado de las formas palaciegas, e inserta comentarios y gestos de una procacidad que bien podrían recordar a los ejercidas por Mel Brooks en su Loca historia del mundo (allí cuando el mismo Brooks acarrea el balde en el cual orinan los nobles de palacio, durante el episodio dedicado a la Revolución francesa).
Yorgos Lanthimos se divierte con el cuidado de las formas palaciegas.
Si con El sacrificio del ciervo sagrado, el realizador griego había utilizado encuadres y una profundidad de campo que dialogaban con el Stanley Kubrick de El resplandor, otro tanto podría pensarse en el vínculo que La favorita tiende hacia esa otra película maestra que es Barry Lyndon. La incidencia pictórica, las maneras atildadas, el maquillaje, los decorados, todo un repertorio que es atracción inevitable al cine, y que tanto el film de Kubrick como el de Lanthimos indagan desde personajes marginales o indeseables.
En otras palabras, no hay nadie que valga un décimo moral en La favorita, percudida como está la situación y corrupción en la que se enlodazan sus protagonistas. Un mundo de poder concentrado, en donde la armonía se traduce en jardines pulcramente cortados. Lanthimos corroe lo que parece intocable y desde la misma cimiente: cuando para la diversión se dispara sobre pájaros (el golpe de sangre en el rostro de la Weisz fascina), cuando se arrojan naranjas sobre el cuerpo desnudo de algún noble (entregado a tamaña tarea por mera diversión), o cuando se vomita con prontitud en uno de los muchos adornos de la habitación real.
Habrá que recordar que es el gesto del barro primero, acompañado de un olor pestilente, el que hace ingreso en la corte. Y lo hace desde el semblante luminoso de Emma Stone, quien sabrá cómo jugar unas cartas que evidentemente ya conoce. Un pleito de celos y oportunismo que no guarda otro rédito más que el placer personal. Un placer que se rodea del privilegio y la comodidad. Rasgos que vuelven todavía más terrible lo que las noticias dejan entrever paredes afuera.
En otras palabras, la guerra sucede. ¿Dónde? Lejos, no se la escucha. El dolor y la muerte no se perciben. Su continuación depende de las artimañas que mejor dejen parada a Inglaterra. Pero aún quien se manifieste atento con la finalización de la contienda, lo hará desde la elección también oportuna, pues será la que mejor le convenga: es uno de los que se divierte arrojando naranjas, y chantajeando de modo humillante a Abigail. Pero Abigail, se decía, no deja nada librado al azar. El barro que le acompaña se irá lavando de a poco, hasta alcanzar el cometido que internamente la impulsa. En suma, todos son piezas de una misma pulsión tragicómica, tendientes a devorarse entre sí y a matar de hambre y munición a quienes sea.
De organización arquitectónica perfecta, hermosa, el castillo de la reina será profanado por el uso del objetivo ojo de pez en la cámara de Lanthimos, que así como el gran angular, deforma lo rígido y lo vuelve elástico, agobiante. ¿Dónde estoy?, grita en un momento la reina, en la piel de la estupenda Olivia Colman. Su cuerpo, como superficie que todo lo contiene, que todo lo expresa, será el lugar en donde las heridas surcarán un derrotero progresivo. Primero sus piernas, cada vez más doloridas. Siempre en silla de ruedas. La estabilidad le falla, se cae en público. La mitad de su rostro y cuerpo se paralizarán. Misma mitad que afectará, con una cicatriz para siempre, a Lady Sarah. Golpes y laceraciones que obtienen réplicas que espejan en el otro.
En esta deformación que crece, el olor podrido -de putrefacción humana, tal como se aclara al inicio del film- habrá de proseguir en su cometido hasta carcomerlo todo. No hace falta que el film lo atestigüe, sino que lo presagie en la delineación de esta prisión de cristal malsano, en la que habitan sus protagonistas. A la manera de la reina carrolliana, Anne -retorcida, gritona, pálida- se rodea de conejos a los que nombra como sus hijos perdidos. Hay un gesto que comunicará el dolor en el que se han hundido, como si se tratase del dolor de un hijo propio, un gesto tan demente como acorde con la mentalidad de una clase privilegiada, acomodada, de olor asqueroso.
La favorita es un gran film irónico, que recrea una época desde la fascinación y mantiene una distancia prudente, casi grotesca. Por ejemplo, cuando el baile de palacio, de coreografía suntuosa -tan ridícula como las pelucas-, se vuelva casi una pieza de rock, con pasos desenfrenados. Es un límite justísimo, que Lanthimos sostiene hasta el grito iracundo de la reina, para el logro de una sonrisa sarcástica. Sonrisa que es la síntesis de un regodeo cinematográfico magistral.