Era hora de que alguien destrozara no a Toy Story -que es genial- sino a los millones de clones animados de Toy Story (algunos buenos, pero en general perezosos) y de paso se riera del costado oscuro de la animación digital. Aquí partimos del esquema Pixar por antonomasia: hay un “mundo” que vive al costado del nuestro y al que no le prestamos atención. En este caso, son los alimentos del supermercado, que creen que ser elegidos es la gloria. Y entonces se descubre el cruel destino de ser comidos, aplastados, pisados, quemados, etcétera. En la primera mitad de la película, llena de chistes de tono subido (es una de las patas de la parodia, claramente), el humor negro llega a límites tremendos. No es que se calme luego, por cierto, sino que uno -pasa siempre- termina acostumbrándose. En cierto punto, la película se parece a otra realizada por la misma banda de amigos capitaneada por la dupla Rogen-Franco, Este es el fin, donde se burlaban de toda fantasía apocalíptica. Hay, sin embargo y a pesar de lo divertido que es todo (divertido y cruel, o cruel porque divertido), una especie de fatiga: hasta dónde puede llegar el chiste. Como son todos grandes humoristas, la cosa funciona. Y, dado el actual adocenamiento del género, no deja de ser un soplo de aire fresco.