La fiesta silenciosa es una película desconcertante. Lo que arranca con el registro sutil de los nervios y la incertidumbre de una mujer durante el día previo a su casamiento, termina con una creciente espiral de violencia que pone a ella -y al espectador- en un lugar moralmente incómodo. A fin de cuentas, el debate sobre la justicia por mano propia atraviesa a todas las sociedades modernas y ha sido una de las recurrencias históricas del cine norteamericano.
Todo arranca cuando una pareja (Jazmín Stuart y Esteban Bigliardi) llega a la coqueta estancia donde vive el padre de ella (Gerardo Romano, con una calvicie artificial inexplicable) y al otro día realizarán la ceremonia. A los reparos iniciales de él ante el hecho de que el padre se haga cargo de todos los gastos, se suma un evidente nerviosismo por parte de ella frente al ajuste final de los preparativos.
En medio de la noche, mientras su futuro marido duerme, ella decide asomarse a la casa de enfrente, donde encuentra una particular fiesta silenciosa en la que todos los invitados bailan con la música de sus auriculares. No tardarán en llegar los coqueteos con uno de los jóvenes del lugar. Un coqueteo que tendrá consecuencias que no convienen adelantar. Sí puede decirse que nada -la vida de los protagonistas, la película- volverá a ser como antes luego de lo que vendrá.
Los directores Diego Fried y Federico Finkielstain se manejan muy bien y con soltura en ambos registros, en especial durante la segunda mitad de un metraje que se ubica en la tradición de aquel cine de los años '70 concentrado en tiempo y espacio en el que una situación normal es interrumpida por un hecho violento que los implicados responden con una violencia aún mayor.
Con un buen manejo del suspenso y notables actuaciones del trío protagónico, La fiesta silenciosa se erige como un thriller con resonancias sociales cuyo punto de vista -el de la víctima- dota al relato de una bienvenida ambigüedad moral. Cada espectador elegirá de qué lado ubicarse.