Someter, callarse, aceptar
La violencia contenida puede tener, como es el caso de La fiesta silenciosa de Diego Fried, dimensión física, visual, y muestra fatal de la idea de la posesión del cuerpo del otro y de sus deseos. Un análisis desde lo sociológico y lo político , desde lo psicológico también, tal vez, generaría un debate profundo cuyo espacio más que probablemente sobrepasaría los limites de esta reseña, pero es interesante, al menos, dejar establecido el planteo y es seguramente la idea que el director eligió mostrar para dejar expuestas las cuestiones que llevan a los personajes a moverse en un terreno que claramente los arrastra al límite.
(A partir de aquí no hay spoilers literales, pero lo que viene en cuanto al acercamiento por medio del análisis se le puede parecer bastante). Laura parece buscar algo que no encuentra en sus vínculos más cercanos; se nota de manera muy clara, desde sus gestos de hastío, una suerte de rechazo no demasiado sutil a partir de la lectura de sus movimientos corporales para con las acciones y dimensiones desmedidas del comportamiento de los hombres que la rodean, tal vez porque uno de ellos necesita dejar plantado que su figura representa al alfa (aunque lo demuestre con soltura, casi con campechana amabilidad) y el otro congraciarse con el que manda, para luego demostrar que puede ocupar su lugar, abandonando su comportamiento deslucido y casi pleno de sumisión obligada. Pura pose, en definitiva.
Laura es libre cuando escapa de la mirada hipercontroladora y se sumerge en un festejo en el que cada quien está inmerso en su propio espacio, en su rollo individual, hasta que conecta con el otro, y no justamente para bien. Laura es libre, como decía, y disfruta en este nuevo contexto de la seducción, del disfrute y el deseo (otras emociones contenidas) hasta que se ve forzada a un acto que no elige. Y la acción bestial llega y el sometimiento de la manada vence, a través del control violento, una vez más, la voluntad de la protagonista. Para muestra de la sociedad basta un botón. Sometete, callate, aceptá.
El trabajo de Jazmín Stuart es valorable no solamente por el ejercicio físico actoral que supone exponerse y llevar adelante la recreación de la situación de abuso; se ve en ella, en su rostro, en sus movimientos el nervio, la angustia, el desgano y el cansancio. ¿Qué sería de la vida de su personaje, de esa mujer, si no estuviera en ese lugar en el que se la ha puesto? ¿Tendría otra búsqueda, otra idea de lo que quiere para sí misma? No nos es posible saberlo. Tal vez apenas imaginarlo.
Gerardo Romano tiene también una gran performance. No basta con levantar la voz para parecer malo. Su personaje fue construido con intención y atención, de manera revisada, honesta, en capas que van desde la amabilidad sutilmente violenta y dominadora de todo lo que lo rodea hasta su pico máximo de huracán desmedido que decide tomar y arrasar con todo a su paso. Evidentemente una gran construcción de parte de este experimentado actor.
El resto del elenco (como Lautaro Bettoni y Gastón Cocchiarale) tiene también su oportunidad y el planteo es que sean apenas sombras indignas de seres que toman lo que ven, o se muestran agazapados y amenazantes, cuando el espacio o la situación se los permite. La dirección tomó ese planteo a la hora de la pintura completa que recrea una interacción social que, de momento y en lo que a mí respecta, no es posible comprender.
La fiesta silenciosa es una muestra indirecta de la violencia social (no tan) solapada en capas de reacción brutal cuyo fin es apropiarse del otro y su voluntad mediante el sometimiento.