Una película valiosa por varios motivos. El más importante, Paula de Luque, guionista y directora arriesga con una propuesta distinta, lo que ella define como un “derrumbe emocional”. Un largo adiós que se considera a través del recuerdo y del olvido, de la noción del tiempo como una espiral, de la especulación sobre una línea que no tiene que ser recta, o la posibilidad de revisar lo que queda de una relación cuando se termina, las voces y los objetos. Una casa que supo albergar tibiezas y esperanza y en algún momento debió vaciarse, una metáfora sobre la desmemoria o la resiliencia, después que todo termina. Gajos de conversaciones, ternuras en algunos gestos, un encuentro con lo queda y el destino inasible de lo que será borrado cuando ya no duela la remembranza. La omisión inevitable. Un trabajo muy bueno de Julieta Díaz, capaz de muchos matices y espesores, un cálido Jean Pierre Noher, momentos de lucimiento para Paula Robles. Una fotografía espléndida, la música justa, el clima cautivante. Pero además es una película realizada de manera independiente, sin aportes del estado, con la voluntad de grandes profesionales que decidieron que filmar, por amor y no por dinero era indispensable para sus vidas. Los fundadores de una compañía de cine que llaman El Club. Bienvenida sea.