Mujer escindida
En su regreso al cine, la directora Paula de Luque (El vestido, Juan y Eva) propone con La forma de las horas (2019) un viaje hacia la mente de Ana (Julieta Dìaz), una escritora, que pelea con sus recuerdos, su presente, su futuro, confluyendo todo en un mismo tiempo, que por momentos no es el de la película, sino que es el de la separación que está atravesando y que da cuenta el relato en sus múltiples líneas con las que juega.
Hay muchas películas de amor, pero también muchas más de desamor, y esta es de los dos tipos y ninguno, porque curiosamente la propuesta de la directora en esta oportunidad es la de transitar en un mismo tiempo narrativo los encuentros y desencuentros entre la protagonista, su ¿ex? (Jean Pierre Noher), su nueva vida, con ella misma y aquello que deja atrás, mientras se encarga de vaciar una casa compartida y hacer inventarios.
En apariencia esa sería la “sinopsis”, pero la película comienza a transitar espacios asociados a la psicología del personaje protagónico, que terminan de configurar un derrotero narrativo en el que el espectador, con inteligencia, deberá posicionarse ante los hechos presentados en las escenas y reconfigurar el relato.
Ana es una y es tres, o es más, pero siempre se la muestra desarrollando sus tareas con lo mejor que tiene a su alcance. Mientras está con su computadora trabajando, otra Ana baila en la arena, otra se zambulle en la pileta y otra guarda viejos trastos en una caja, ¿o son otras personas?
En ese multiplicar, en ver una y otra vez desde diferentes puntos de vista los hechos y en el jugar con la banda sonora, que hábilmente construye climas y atmósferas propicias para el enigma del film, La forma de las horas se propone como un estilizado y armónico ejercicio cinematográfico que evita llegar a lugares emocionales de los personajes cayendo en estereotipos o subrayados. Este punto, más la revalorización de la mujer como sujeto deseante, destacan en la propuesta.
La forma de las horas comienza, y avanza, pero también concluye una y mil veces, apoyada en un guion cíclico que refleja cual espejo las aristas que desarrolla. Julieta Dìaz logra componer a esta mujer que debe tomar decisiones y avanzar, a pesar de sus dudas y sus idas y venidas, con un oficio y precisión únicos. A cara lavada se enfrenta a la cámara, valiente, frágil, fuerte y desnuda, sin estridencias, transmite cada uno de los estados por los que Ana atraviesa con profesionalismo y naturalidad. Paula de Luque la filma en interiores y exteriores jugando con la cámara, la casa es un actor más del relato, y también el objeto que impulsa a transitar las horas a todos.
A los bellos travellings (lineales y circulares) que se utilizan, el nerviosismo de algunas tomas, que transmiten la sensación de espiar y acompañar a Ana todo el tiempo, se suma una cuidada fotografía que reposiciona la imagen en aquellos momentos en los que el drama de la historia gana espacio, traduciéndose en escenas de una belleza única, que contrastan con el dolor que atraviesa la protagonista y que terminan por convertir a la película en una historia que, sin panfletos, logra dialogar con la agenda de género actual, desarrollando su propia mirada sobre las separaciones y reivindicando a la mujer desde sus más profundos deseos y sentimientos.