La forma del Toro
Es uno de los raros placeres del cine cuando un célebre esteta alcanza el punto de su carrera en el que posee libertad creativa ilimitada y todo tiene la inconfundible forma de sí mismo. Pasó con Quentin Tarantino y pasó con Edgar Wright. Con La forma del agua (The Shape of Water, 2017) le llega el turno a Guillermo del Toro.
A pesar de la impresionante fotografía y efectos especiales, todas sus películas son fundamentalmente anticuadas y tienen algo de la inocencia de antaño. Por sobre todo sacan inspiración de los films de fantasía y terror de los 50s; La forma del agua (escrita por Guillermo del Toro y Vanessa Taylor) incorpora otros dos géneros distintivos y ligeramente retrógrados de la época que son el musical y el cuento con moraleja. El resultado de tal alquimia es un film hecho a la antigua pero con un encanto original.
La acción transcurre en Baltimore en algún momento indeterminado de los tempranos 60s, cuando Estados Unidos especulaba ingenuamente sobre la forma del futuro (Cadillacs y jetpacks) mientras competía a ciegas con Rusia por perfeccionar tecnología de punta. Es un contexto histórico bastante concreto, pero la fotografía cálida y de codificación cromática de Dan Laustsen y la delicada música de Alexandre Desplat sintonizan el cuento de hadas. La mayor parte de la película transcurre en una base científica subterránea, donde se alberga una extraño criatura recién pescada del Amazonas que los científicos quieren descifrar y los militares quieren usar.
Dentro de este contexto, la película adopta predominantemente la perspectiva de Elisa (Sally Hawkins), una trabajadora de limpieza en la base que se topa con la criatura - un homínido acuático - y por soledad y curiosidad intenta comunicarse con ella. Como Elisa es muda comparten la falta de habla, y en sus intentos por comunicarse con la criatura de manera no verbal entabla una relación sentimental, romántica y eventualmente hasta sexual.
La premisa por escrito es ridícula y prácticamente se entrega a ser parodiada. Pero la película no delata cinismo alguno en su ejecución y si funciona es primero y principal gracias a Sally Hawkins, cuya mera presencia tiene algo de gracioso y en su forma de actuar siempre sugiere una niña curiosa que está jugando. Como Naomi Watts en King Kong (2005), recurre al juego y la payasada para llegar al corazón de la criatura. La criatura en sí está interpretada por el mimo Doug Jones, frecuente colaborador de del Toro, y representa una decisión de casting inmejorable, aunque su comportamiento feral pone en duda cuan correspondidos son los sentimientos de Elisa.
La película además está repleta de personajes secundarios llamativos a los que se les permite un poco más de atención de lo usual ya que de vez en cuando nos adentramos en sus vidas privadas y los comprendemos más allá de su función en la trama; los imaginamos protagonizando sus propias películas. Richard Jenkins es el vecino de Elisa, un pintor desempleado, frustrado por el amor y la hegemonía del arte fotográfico. Octavia Spencer es la compañera de trabajo de Elisa y tiene tantas quejas que básicamente habla por las dos. Michael Stuhlbarg es un científico amable con un secreto que lo pondría en una película de espías. Michael Shannon es un excelente villano, bruto y fácil de ofender; el actor suele hacer personajes cuyas acciones tienden a lo contraproducente, lo cual los enfada y se van volviendo más peligrosos con el tiempo.
Guillermo del Toro a veces puede ser acusado de efectismo y enfrenta críticas parecidas a las que sufre Wes Anderson, sencillamente reducidas a que su cine es puro estilo y cero contenido. Ambos cineastas suelen tratar con un tipo de drama emocional tan discreto que puede llegar a pasar desapercibido y hasta sofocado por lo pintorescas que son sus producciones. No es el caso de La forma del agua. Los actores están en perfecta sintonía con la historia y el meollo emocional jamás se pierde vista gracias a la magistral interpretación de Sally Hawkins, que a pesar de hacer de un personaje mudo es la que más dice en la película.