La forma del agua (2017), la nueva película del director mexicano Guillermo del Toro (El espinazo del diablo, El laberinto del Fauno, La cumbre escarlata), presenta desde el arranque una disposición fantástica que no solo determinará la historia que se propone contar –"una historia de amor y pérdida", como advierte en voz en off uno de los personajes, en fiel reconocimiento a un tipo específico de fábula romántica- sino también, y antes que nada, la forma de su representación.
Durante la década del sesenta, en un pequeño departamento en Baltimore, una mujer duerme y sueña que duerme. Esto es: la manifestación concreta de un ensueño. Pero con una variante decisiva, pues define así, a partir de la revelación inconsciente, la orientación de un deseo muy particular. La mujer sueña que duerme en el mismo departamento en el que se encuentra, pero sumergido en el agua, entre la distribución flotante del mobiliario dispuesto en su hogar. Un deseo acuático que la mujer, ya despierta, se ocupará de satisfacer a diario. Su nombre es Elisa Espósito (Sally Hawkins), una joven que padece la imposibilidad de hablar. Solitaria y soñadora, no será difícil percibir su gracia y encanto. Una caracterización que el film no tardará en acentuar, quizás con demasiado énfasis. El acercamiento a su cotidianidad estará escoltado, como una sombra que insiste en señalar, por una banda sonora siempre redundante.
Elisa tiene como únicos amigos a Giles (Richard Jenkins), un artista gay que sufre el rechazo de una sociedad conservadora, y a Zelda (Octavia Spencer), su locuaz compañera de trabajo, una mujer negra que se dedica a llenar mediante continuas quejas conyugales el vacío de silencio de su amiga. Juntas trabajan como personal de limpieza en un laboratorio fuertemente custodiado por el Estado, en tiempos de Guerra Fría, cuando la disputa geopolítica se dirimía también y sobre todo en el territorio de la ciencia. Una noche trasladan al laboratorio a un nuevo “activo” (Doug Jones), una suerte de anfibio inteligente, capturado en Sudamérica por el coronel Richard Strickland (Michael Shannon), policía racista, machista y torturador, garante del reservorio moral de Estados Unidos. Todo eso y más.
Elisa descubrirá a la criatura. Su curiosidad se transformará rápidamente en atracción. La película se permitirá, en este sentido, incluir breves escenas de un cuidado erotismo. Decisión audaz, en especial si se tiene en cuenta que el film se presenta en todo momento como una historia de fantasía, como un cuento de hadas moderno. Audacia que no tendrá en otros aspectos. Elisa buscará salvar al anfibio. Contará con la solidaridad de sus amigos y con la del científico Robert Hoffstetler (Michael Stuhlbarg), arquetipo del buen hombre con principios éticos irrenunciables.
La exposición de las intenciones políticamente correctísimas que ostenta la película será evidente. Se podrán ver y escuchar casi todas las demandas actuales de la agenda progresista norteamericana, casi amontonadas y con sus respectivoslímites ideológicos -pareciera no ser casual su condición “favorita” en la próxima entrega de los premios de la Academia-. En un momento inesperado, surgirá la posibilidad de trascender uno de esos límites. Cierto comentario ramplón relacionado con la virilidad del anfibio la echará a perder.
Sin embargo, el principal problema de La forma del agua es de otro orden, fundamentalmente narrativo. Un desarrollo de la historia previsible y esquemático.Acaso demasiado pronto, la película ingresará en una meseta capaz de provocar en el espectador el deseo de un desenlace que nunca llega. Y así quedará muy lejos de algún tipo de emoción acerca del amor por el cual pelean los protagonistas.