El tan promocionado último filme de Guillermo del Toro, el director de “El laberinto del fauno” (2006), viene precedido de innumerables premio, sumándole las 13 nominaciones para los premios 2018 de la academia de Hollywood.
Casi con el mismo espíritu de la mencionada anteriormente, pero trabajando sobre todo de manera totalmente diferente desde la estética.
Dicho de otro modo, hasta podría pensarse esta nueva realización desde el relato, como una reversión del cuento francés infantil “La bella y la bestia”.
Tomado de este modo toda la construcción de lo narrado apunta hacia eso, sólo queda desde la superficie la traslación hacia un espacio temporo-espacial de los más siniestros del mundo, luego de la segunda guerra mundial.
Lo que se conoció como “La guerra fría”, Elisa Esposito (Sally Hawkins) es una joven mujer muda que trabaja en el departamento de aseo de un laboratorio de alta seguridad del gobierno, el Centro de Investigación Aeroespacial Occam, en Baltimore.
Reparte y comparte su vida, casi solitaria, con su compañera de trabajo Zelda Fuller (Octavia Spenser), y su vecino, tan solitario como ella, Giles (Richard Jenkins).
Pero su realidad siempre se ve transfigurada por su propia fantasía, la que la ayuda a soportar el tedio cotidiano, hasta que llega al laboratorio, bajo extremas medidas de seguridad, un hombre anfibio (Doug Jones), descubierto en la selva del Amazonas brasilera, ahora recluido en una piscina de vidrio herméticamente cerrada.
Ella logra hacer contacto con ese ser viviente y descubre emociones, sentimientos, y necesidad de comunicarse, equiparándose a ella en este sentido.
Todo el relato gira entre sus necesidades afectivas, casi de aventura romántica, y la oposición que se le presenta en formato del jefe de seguridad, Richard Strickland (Michael Shannon), cuya tarea es permitir que los científicos descubran algún “don” en la preciada presa que pueda servir a los propósitos del gobierno.
El filme se sustenta por la imaginería visual que despliega, hay un cuidado diseño de producción, tanto desde la dirección de arte, la recreación de época y la fotografía, como el montaje y la banda de sonido.
Es destacable el uso del color en tonos pasteles con sobre abundancia de una paleta que va del marrón al verde, utilizando la luz, la posición y los movimientos de cámara, como herramientas para resaltar.
Sin embargo lo mejor está puesto en las interpretaciones del cuarteto principal, sobresaliente las actuaciones de Hawkins y Jenkins, muy bien acompañados por Shannon y Spencer, a los que debe sumarse Michael Stuhlbarg en el papel del Dr. Robert Hoffstetler, el científico a cargo de la investigación.
Todo en pos de sostener una fábula romántica, con algo de supuesto suspenso, y estableciendo a la violencia como cuña que separa a los personajes.
Es desde este punto que se podrían hacer varias lecturas, la principal estaría en el tema de la discriminación, Strickland es un hombre caucásico, violento, católico y racista, apuntara contra todas sus victimas, una posible latina Elisa, una negra Zelda, un homosexual, Giles, pero todo se pierde en la combinación de géneros que propone y no desarrolla de manera adecuada, la fantasía y el thriller que además presenta, sin desplegar demasiado, una especie de intriga internacional, pero nada de todo esto termina de aunarse, en realidad por momentos parecen estorbarse.
En relación al cuento de “La bella y la bestia” digamos que Sally Hawkins no es una fea mujer, pero no es exactamente un parámetro de belleza contemporánea, por otro lado el espectador debe decidir quién es realmente la bestia, el anfibio, Strickland, el gobierno, demasiado para poder ser ceñido a un solo apretón.
“La forma del agua” está sujeta al recipiente que la contiene, no tiene forma propia, en este caso el lugar de establecimiento para que el agua, en supuesta turbulencia, se aquiete, es demasiado pequeño.
Lo que termina por definirla como una muy bella historia de amor bien contada y nada más, todo muy en lo superficial, no se termina de hundir, sólo flota.