Dentro de los monstruos clásicos del estudio Universal, que integraron la franquicia Dark Universe, la criatura de la laguna negra tuvo una característica particular.
A diferencia de otros villanos como Drácula o el hombre lobo, el denominado Gill-man, que tuvo su debut en 1954, cumplía un rol de anti-héroe en la historia y en realidad era víctima del sadismo de los personajes humanos que lo acechaban.
Aunque la criatura con el paso del tiempo se convirtió en una figura de culto dentro del género de terror, Universal no lo utilizó tanto en sus producciones (que sólo generó dos continuaciones) pero tuvo un enorme impacto en varias generaciones de cineastas que aparecieron después.
Guillermo del Toro es uno de esos casos y en La forma del agua no hace otra cosa que presentar un poema cinematográfico dedicado a este personaje y a toda esa primera camada de monstruos clásicos, como el jorobado de Notre Damme y el Fantasma de la Ópera, que pasaron a la historia como figuras trágicas más que representantes del mal.
Nos encontramos ante una película muy personal del cineasta mexicano donde le rinde culto a todas esas manifestaciones artísticas que lo formaron como realizador.
A través de un cuento de hadas para adultos, del Toro expresa su amor por las historias de monstruos pero también homenajea a la era dorada del cine hollywoodense y muy especialmente al género musical.
Una sorpresa que no anticipaban los avances.
Esta producción, que llega a la cartelera aclamada por los amigos de la exageración, tal vez no es la historia más original del director y el exceso de referencias a películas clásicas atenta contra esta cuestión, pero quienes disfrutaron sus trabajos previos seguramente encontrarán una grata experiencia.
Las mayores virtudes de La forma del agua se encuentran obviamente en los aspectos técnicos, donde del Toro ofrece el espectáculo que uno espera a esta altura en sus filmes y el trabajo del reparto donde se destaca especialmente Sally Hawkins (Paddingtong) en un rol extraño, pero interesante, que revierte la mitología de La Bella y la Bestia.
En esta película disfruté especialmente todos esos momentos donde el director se permite desconcertar al público con situaciones bizarras. Hay una escena en particular que retrata este punto a la perfección.
Desde la bellísima secuencia de créditos iniciales la trama resulta rara de entrada. Sin embargo, cuando uno creía que la historia de amor no podía ser más delirante, a del Toro no le importa nada e inserta un homenaje al cine de Vincente Minnelli (Gigi).
De repente, el bicho acuático aparece bailando con Sally Hawkins (¡vestida de gala!) delante de una orquesta y es imposible no tenerle cariño a estos personajes.
Lamentablemente en la intención de abarcar tantos temas juntos la trama se debilita cada vez que el film hace hincapié en el comentario social.
Guillermo del Toro utiliza el racismo y la homofobia de la década de 1960 para construir una analogía sobre la intolerancia de la actualidad y termina por convertir a su obra en una víctima de la infumable corrección política del Hollywood de estos días.
De ese modo, los héroes sensibles comprometidos con la justicia social están representados exclusivamente por una mujer con una discapacidad física, la amiga negra maltratada por el todo el mundo debido a su color de piel, el artista gay rechazado por la sociedad y el comunista ruso con corazón de oro.
En la vereda del mal, las peores características de las condición humana son encarnadas por el clásico y diabólico hombre blanco norteamericano, que por supuesto es militar y religioso y encima trabaja para el Pentágono donde son todos tarados.
Michael Shannon más que un personaje interpreta una caricatura trillada, cuyas conductas racistas y misóginas se fundamentan en el hecho que la sociedad del Tío Sam lo convirtió en el verdadero monstruo de la historia. El guardia Strickland es malo de nacimiento, como la canción de George Thorogood, “Bad to the Bone”, y resulta un personaje sin ningún tipo de complejidad.
El problema con La forma del agua es que Guillermo del Toro invita a los espectadores a disfrutar de un cuento de hadas para adultos, pero nunca les suelta la correa del cuello para que piensen la película por sí mismos.
A lo largo de la historia no hay espacio para la libre interpretación de los hechos, las simbologías sutiles o la ambigüedad, ya que todo se desarrolla de un modo burdo y predecible dentro de la mirada simplista que tiene el director del mundo, donde todo es blanco y negro.
El mensaje progresista a favor de la tolerancia es muy noble y tiene las mejores intenciones, el tema es el modo en que se inserta en el conflicto.
Cada vez que del Toro expresa un comentario social en el film te lo tira en la cabeza con una topadora, algo que no ocurría en El laberinto del fauno donde respetaba más la inteligencia del público.
Por supuesto esto no opaca las enormes virtudes artísticas que tiene esta producción, pero es una cuestión que al menos en mi caso me cuesta mucho pasar por alto.
La disfruté y la recomiendo, aunque no creo que sea la obra maestra suprema del género de fantasía y de la filmografía del director, quien hizo películas muy superiores en su carrera.