El cine de Guillermo del Toro surge de un acto de amor notable y loable por la fantasía. Para el mexicano, el cuento de hadas, la ciencia ficción o el terror son formas de hablar del mundo mucho más efectivas que el simple testimonio, porque van más allá del contexto temporal en el que se realizan. La forma del agua es una especie de declaración de principios al respecto. Narra cómo una joven sola y muda, amante del cine y personal de higiene de cierto laboratorio secreto en plena Guerra Fría, se enamora de una extraña criatura anfibia maltratada por un villano de novela. Ahora bien: todo parece sobre producido, sobre escrito, sobre iluminado. Hay además una idea de hablar “del presente” desde la fantasía (por eso situar el relato en la Guerra Fría) que resulta molesta. Y además la inocencia de la protagonista es más artificial que el maquillaje de la criatura. Del Toro sigue siendo un narrador con talento y un técnico excepcional, aunque su mejor cine lo hace cuando no tiene que demostrárselo a una Academia -no por nada esta película tiene trece nominaciones al Oscar-, como en filmes aparentemente menores como ambas Hellboy, Blade 2 o la hermosa y desaforada Titanes del Pacífico. No hay deshonestidad en el realizador, sino demasiado control y demasiada conciencia gráfica que, paradójicamente, esterilizan el romanticismo de la historia. De los actores, sobresale especialmente el siempre perfecto, siempre efectivo y siempre en tono Richard Jenkins.