Tras obtener el León de Oro a la Mejor Película en el prestigioso Festival de Venecia en septiembre del año pasado, La Forma del Agua, dirigida por el cineasta mexicano Guillermo Del Toro, se fue convirtiendo progresivamente en una de las cintas más esperadas del 2017. Su anuncio de trece nominaciones para la próxima entrega de los Premios Oscar, incluyendo mejor película, mejor director, y mejor guión original, no hizo más que incrementar el foco de interés por poder visualizar la nueva película del director de El Laberinto del Fauno.
La historia de La Forma del Agua transcurre en la década del 60′, en plena época de la Guerra Fría, y de conflictos múltiples muy marcados entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La protagonista central del relato es una joven muda llamada Elisa (Sally Hawkins), una empleada de limpieza de un laboratorio gubernamental de alta seguridad, que tiene como colega laboral y amiga a Zelda (Octavia Spencer), que muchas veces es la encargada de hablar y manifestarse por ella. Por accidente, la joven descubre a un extraño sujeto con rasgos de anfibio (Doug Jones), un experimento clasificado como secreto, escondido en el laboratorio donde trabajan ambas mujeres. Curiosamente y en forma inmediata, establecerá un vinculo con este extraño personaje: notará en él puntos en común y particularidades que captarán su atención. La peligrosidad del mismo, y los riesgos de que este secreto salga a flote, más aún con la férrea presencia de por medio de Richard Strickland (Michael Shannon), será el foco natural del problema, especialmente porque Elisa, tras encariñarse con la “bestia” y sabiendo los siniestros planes que hay de trasfondo, querrá evitar su aniquilación, aún exponiéndose ella a un alto riesgo.
En La Forma del Agua, Del Toro se zambulle en un sinfín de lugares comunes, convencionalismos, y guiños a la historia del cine clásico (y no tanto) norteamericano, sin elementos propiamente narrativos que se destaquen. Lo que en un comienzo prometía estar más próximo a sus mejores films, Cronos, El Laberinto del Fauno, El Espinazo del Diablo, todas películas realizadas por fuera de la industria estadounidense, termina cayendo al vacío y resultando bastante previsible, con una marcada dosis de elementos típicos del cine fantástico como justificativo, pero con el trasfondo de un historia de amor poco original, y muchas veces contada. Es obvio quizás su homenaje al cuento tradicional de “La Bella y la bestia”, pero sus intenciones solo derivan en resultados pobres. Tampoco lo beneficia ambientarse en los 60′, no por la puesta en escena, que como era de esperarse está a la altura, sino por evocar a esa idea simplista y poco arriesgada de que “todo tiempo pasado fue mejor”, ilusión de quienes carecen de ideas nuevas y prefieren empaparse de aquello previamente aceptado. Como suele pasar en estos casos, lo mejor es la citada puesta en escena, el montaje, la fotografía y lo referido a diseño de vestuario, así como la composición y despliegue del hombre anfibio. Por lo demás, poco deja para rescatar esta nueva producción de Guillermo Del Toro.