Guillermo del Toro es uno de esos autores que alcanzaron un sello autoral de tal notoriedad, que ya sea narrando las desgracias de la Guerra Civil Española (El Laberinto del Fauno), una historia de fantasmas (El Espinazo del Diablo), una adaptación de comics (Blade II, Hellboy) o una película de robots gigantes (Pacific Rim), su impronta siempre resalta. Es un autor al cual no se le puede reprochar demasiado tampoco, porque ya sea desde el indie o el mainstream, siempre aporta su especial mirada. Sus personajes suelen ser figuras marginadas, melancólicas o, en términos más “cool” como su cine, freaks o outsiders. El geek que reemplazó a Tim Burton cuando éste comenzó a caer justamente en desgracia es un gigante amable de gran corazón que, sin embargo, no le teme a estallidos gore ni a mostrar la violencia a la cual puede rebajarse el ser humano.
En su nuevo opus, La Forma del Agua, Guillermo del Toro ancla sus obsesiones por tiempos pasados y oscuros que remiten a problemas actuales que siguen sucediendo, como la discriminación y la falta de compasión ante hechos aberrantes. La protagonista aquí es Elisa, una joven sordomuda que trabaja en facilidades ultrasecretas del Gobierno de los Estados Unidos que, en plena Guerra Fría con la Unión Soviética, esconde más de un secreto de manera subterránea. El último agregado a esta Unidad de Investigación parece ser un monstruo sacado directamente de las profundidades de la Laguna Negra que, por supuesto, no es tan bestial como parece ya que, claro, la verdadera monstruosidad anida en el corazón del hombre. Una historia de amor improbable inunda la pantalla desde un lugar completamente desprejuiciado que, si dejamos el cinismo de lado (que es justamente lo que del Toro propone) resulta indudablemente romántica.