La humanidad monstruosa se viste de cuento moral.
Cada referencia que La forma del agua, último opus de Guillermo del Toro con más de una decena de nominaciones a los próximos Oscars, hace del cine clásico -o por lo menos de aquel de los años de oro de Hollywood- confirma la sensibilidad de Guillermo del Toro como artista. No tanto desde su lugar de homenaje a películas o tópicos cuyo contexto apoya con más ímpetu su nueva fábula, sino desde la sutileza con la que se transparentan conceptos y una manera muy particular aunque no original de entender el juego del mainstream y pasar subliminalmente algún que otro atisbo de independencia más ligada a la incorrección que a otra cosa.
Y es que la fábula moral trastocada con épica romántica surge en este cuentito muy bien dirigido, donde la relectura de La Bella y la Bestia se convierte en puente para una aleccionadora historia de tolerancia y contra los discursos dominantes de cualquier tipo de autoritarismo, en que el diferente, ya sea por raza, color, físico y hasta pensamiento, se ve condenado a su condición de paria. Ese es a grandes rasgos el tronco en el que se extienden las ramificaciones de una trama que toma por contexto la guerra fría y maneja con precisión la construcción de un relato, cuya riqueza en personajes y subtramas transitan por una mezcla de géneros que evocan un cine ya pasado de moda por el tiempo que se toma y que Hollywood fue abandonando como parte de su gigante torpeza a la hora de abarcar cualquier espectro de género en los últimos años.
Que la protagonista sea muda y su incomunicación con el entorno transforme su realidad en un permanente toma y daca que hace de la intolerancia su mayor obstáculo y de la imaginación su arma para modificar su realidad implica necesariamente que el verosímil de su historia introduzca la figura de otro personaje que no logra comunicarse porque proviene de otra especie.
Así las cosas, el descubrimiento de una criatura anfibia le abre las puertas para crear un nuevo modo de comunicación sin necesidad de expresiones verbales. Claro que como toda fábula ese idílico romance contará con el conflicto interno y externo a través de la intolerancia del militar de turno y su impronta conquistadora, que pretende eliminar a la criatura robada de las amazonas brasileras con dudosos fines científicos y la recurrente ignorancia ante lo desconocido. Además, prevalece el temor de que el otro tenga mayores bondades que la monstruosa humanidad.
¿Quién es el monstruo?, es la premisa y pregunta básica con la que Guillermo del Toro alentaba en El laberinto del fauno a un espectador a que saque a relucir alguna neurona reflexiva más allá del cuento de terror al que había sido invitado. En este caso pensando en el Oscar se multiplica la apuesta para que en todos los diferentes matices, ya sea homosexualidad reprimida, intolerancia y dominio discursivo, sean puestos de relieve y jugados a un nivel de película con tintes fantásticos y crítica social depurada bajo una pátina de esteticismo y exceso.