Pocas veces el cine se da el lujo de autorreferenciarse y salir ileso en el metadiscurso que termina por construir.
En los últimos años, y año tras año, la industria ha buscado homenajearse con fórmulas repetitivas que se apoyaban en la recurrencia de estereotipos y en la construcción de narraciones clásicas con poca inventiva y vuelo.
Tomemos “El Artista” (2011), por citar sólo una película que reflexionaba sobre una era dorada del cine y la imposibilidad de un hombre de poder subirse al progreso que le exigía cambios que no quería asumir. Hollywood celebró con premios y elogios esta clásica historia, algo que también viene haciendo con “La Forma del Agua”; una propuesta en las antípodas del relato de Michel Hazanavicius (“Los infieles”), en la que Guillermo Del Toro despliega, una vez más, su amor por el cine y por narrar cinematográficamente, pero sin caer en lugares comunes o en elogios y obsecuencias.
En “La Forma del Agua” asistiremos a un gran espectáculo. El cine de por sí ya es un gran entretenimiento y que pese al avance tecnológico y a la posibilidad de ver en otros soportes las narraciones, en la oscuridad de las salas es en donde siempre mejor se lo puede disfrutar.
Aquí, además, al combinar melodrama clásico con ciencia ficción, romance con suspenso, thriller conspirativo con novela rosa, sin olvidar y dejar de lado la comedia, el musical y los momentos entrañables y nostálgicos, el director va envolviendo al espectador con trucos clásicos que devuelven la fe en el cine.
El guion, hábilmente, alterna varios puntos de vista, destacándose los de Elisa (Sally Hawkins) una empleada de limpieza de un laboratorio simil NASA que realiza investigaciones secretas, y el de Giles (Richard Jenkins), vecino y confidente de Elisa, quienes además de poseer una relación particular de amistad, verán cómo entre ambos cambiarán su vida de un momento a otro.
Del trabajo a la casa, de la casa al trabajo, Elisa pasa sus días soñando con música y con una historia de amor que la atraviese y la eleve a otro plano.
Uno no tan terrenal, pese a estar siempre soñando con grandes relatos, el día a día la achata y entristece. Cuando descubre en el laboratorio a una siniestra y extraña criatura, objeto de la maldad del coronel (Michael Shannon) que custodia al monstruo, se enamorará perdidamente y hará lo imposible por sacarlo de esa cárcel de agua y dolor en la que vive.
Pero la frágil Elisa no lo podrá hacer sola, por lo que acudirá a la ayuda de su compañera Zelda (Octavia Spencer), una mujer de color que quiere salir de su casa, empoderarse y gritarle a cualquiera que nadie la pude pisotear más.
Entre ambas sacarán del lugar a la criatura, emprendiendo un viaje en el que no sólo Elisa, sino también Giles y la propia Zelda, verán transformaciones que los marcarán para siempre en sus vidas.
Del Toro cuenta esta historia de una manera que trasciende la anécdota cinematográfica, ofreciendo un relato de amor al cine, de amor a los personajes y de un nivel de pasión y compromiso pocas veces visto en la pantalla.
Mientras por un lado el mito de King Kong y su amada vuelve al cine, la recreación de época, la construcción de un universo plagado de referencias a clásicos cinematográficos, y las increíbles actuaciones del cuarteto protagónico (Hawkins, Jenkins, Spencer, Shannon), a los que se suma Michael Stuhhlbarg como un atribulado doble agente, nos llevan a desandar una historia entrañable, la que, una vez iniciada, no queremos que termine jamás.