De sexo, nada hasta nuevo aviso
Basta ver las primeras escenas de La fuente de las mujeres para saber por qué el francés de origen rumano Radu Mihaileanu hizo hincapié en varias entrevistas sobre Las mil y una noches como vertiente basal de éste, su opus cinco: tono fabulesco, estilización visual, clishés y geografía identificable a la vez que inexacta (“una población árabe o africana”, dirá el intertítulo inicial) están a la orden del día. Esa tradición literaria, que marca el rumbo durante las más de dos horas de película, lega en el espectador la extraña condición de ser simultáneamente defecto y virtud. Porque las fábulas rayan lo ingenuo, incluso lo mágico, pero también la simplificación, el trazo grueso y el maniqueísmo. Y en todo eso acierta y peca, respectivamente, La fuente de las mujeres.
El panorama para ellas es por demás desalentador. Como si no fuera suficiente con la endebilísima situación económica de la comunidad, la tradición eminentemente machista las obliga, entre otras cosas, a caminar decenas de kilómetros diarios en busca de agua potable. El ripio y la piedra son terrenos poco aptos para ellas, y ni hablar cuando los transiten con un embarazo a cuestas. Embarazo que muchas pierden por los golpes y las caídas, como bien se encarga de remarcar el poco sutil primer plano de un hilo de sangre recorriendo una entrepierna. Cansadas del menosprecio masculino y de las consecuencias físicas del esfuerzo, las damas organizan un reclamo mancomunado a sus maridos, quienes obviamente dicen que no, que ésa es una tarea del hogar, que ése es su ámbito de trabajo. El hartazgo, entonces, devendrá en acción. O más precisamente en su negación. Esto es: nada de sexo hasta que ellos estén dispuestos a calzarse los baldes al hombro y patear tierra durante horas.
Las consecuencias en las relaciones con los maridos van desde forcejeos para algunas hasta aceptación para otras. Son las menos, entre ellas la foránea Leila (la francesa Leïla Bekhti, vista también en Un profeta), quien cuenta con el beneplácito en apariencia incondicional de Sami (Salek Bakri). Bonita y aguerrida, resiste estoica los embates de sus congéneres opositoras. El, simpático, docente, querido por la comunidad, es un paladín de la alfabetización infantil, entre otras bondades. Son, en fin, dos criaturas de trazo grueso a las que podría excusárselas por ese tono fabulesco que alcanza sus puntos máximos en la expresión emocional a través de canciones, dialectos y danzas autóctonas, y en la caricaturización de los líderes comunales como seres casi monstruosos, sexópatas y esclavistas. Pero incluso esto último es perdonable: al fin y al cabo, la construcción maniquea de buenos muy buenos contra malos muy malos es un mecanismo habitual de cualquier narración.
El director de Ser digno de ser y la más reciente El concierto prestidigita las acciones al compás de una trama en constante expansión, haciendo del conflicto original apenas una expresión metonímica de un problema macro. “¿Qué querés? ¿Agua o algo más?”, le espetará Sami a Leila cuando la medida raye lo físicamente insoportable. La decisión de Mihaileanu no tendría nada necesariamente negativo, a no ser por el soslayo total de la génesis de la conflictividad y la desaprensión por las tradiciones fundamentales en el núcleo socio-cultural árabe. El resultado es el anquilosamiento de una idiosincrasia milenaria atravesada por la religión, el peso de la palabra escrita, el legado familiar y un larguísimo etcétera, hasta dejarla chiquitita como postal turística de bolsillo.