Tiene razón, pero marche preso
Nadie en su sano juicio podría manifestarse en contra de lo que propone La fuente de las mujeres. Obviamente, el conservadurismo rancio, el machismo, la discriminación contra las mujeres y la violencia de género son cuestiones repudiables y sobre las cuales se debe militar y combatir. Pero el cine no es sólo un muestrario de buenas intenciones: además hay que saber contar, construir personajes interesantes y trazar conflictos que puedan resolverse lejos de la vía de la manipulación. En el caso de La fuente de las mujeres nos encontramos ante un nuevo film bienpensante del rumano Radu Mihaileanu, alguien que evidentemente ha caído de maravillas en la industria europea y que sabe cómo construir un producto donde temas importantes son retratados con cierto tono didáctico y fusionados con una mirada aleccionadora, con el objetivo de potenciar un punto de vista unidireccional sobre el conflicto de base. Y todo esto, claro, con una factura técnica irreprochable y una estética que se asemeja a aquello que denominamos cine qualité: refinamiento vacuo, temas importantes totalmente trivializados, cierta pomposidad, sentimentalismo básico. Gran parte del cine europeo que más se consume en el mundo, es como el cine de Radu Mihaileanu. Así lo fueron, con sus bemoles, El tren de la vida, Ser digno de ser o El concierto. La fuente de las mujeres es una nueva variante de su cine, siempre impersonal aunque aquí con algunas aristas atractivas más allá de las fallas habituales.
En primera instancia, es interesante que por una vez el director pretenda darle un aire fantástico al relato: lo presenta casi como una fábula, y en cierta manera la narración pretende ser tan cristalina como la de los cuentos, con sus villanos de cartulina y su mal y bien enfrentados casi simbólicamente. Más allá de que la analogía es bastante evidente, el tono exacerbado de algunas situaciones pone las cosas por fuera del terreno de solemnidad o pretenciosidad. Por otra parte, los momentos dramáticos más interesantes son contados a la manera del musical, sin una puesta en escena demasiado lúcida -es cierto-, pero sorprendiendo con una serie de canciones que mantienen la estética de la música tribal y autóctona de esta aldea arenosa y de ficción que es el centro del film. Sin embargo, Mihaileanu se concentra tanto en la levedad del tono fabulesco que se olvida de presionar alguna tuerca, más aún si tenemos en cuenta que el tema es bastante complejo: cómo es el entramado de religión y tradición, de deseos y obligaciones, que constituye a los habitantes de Medio Oriente.
En cierto sentido la resolución del conflicto será más digna de una novelita rosa que de un film político, con sus villanos encontrando el castigo y los buenos logrando sus objetivos. No obstante, el problema de la película no es este, sino que transita sus excesivos minutos con cierta parsimonia y falta de energía, para nada correspondida con la actitud de la protagonista del relato (Leila, esa mujer que decide iniciar una huelga de amor para que sean los hombres los que vayan a buscar agua a la montaña). Es curioso cómo en un film donde el sexo y la pasión deberían convertirse en un elemento político, se lo muestra tan lavado y amable, si es que se lo muestra. Esa inmovilidad que evidencia el film, impide que nos identifiquemos con los protagonistas y que no dejemos de ver las costuras del guión, demasiado manipulador y tramposo. La fuente de las mujeres se parece un poco a Agora, de Alejandro Amenábar, en eso de que no se puede contradecir la tesis que los directores exponen, con la diferencia de que Amenábar posee un imaginario visual y un talento de narrador, capaz de impactar al espectador aún en el marco de un film apenas correcto como aquel. Mihaileanu, por su parte, es nada más que un hombre que pone la cámara y que ama contar historias políticamente correctas y sentimentaloides, sin mayor virtud cinematográfica.