La repetición no hace la diferencia
Birmania padeció un gobierno brutal y autoritario desde 1964; allí, entre quienes se opusieron a ese régimen, está Aung San Suu Kyi (Premio Nobel de la Pazy líder pacifista), a quien se supone se consagra La fuerza del amor, intentando reconstruir parte de su historia familiar y política.
Todos sabemos que las dictaduras son horribles, que la tortura es deleznable y que hay países que atentan permanentemente contra los derechos humanos. También sabemos que existen diversas variantes estéticas a la hora de mostrar un tema con mucha tela para cortar, ya sea por el trasfondo político como por el personaje en cuestión. No obstante, Besson elige la forma más empalagosa, convencional e industrial posible para suplir la falta de rigor histórico y eliminar cualquier atisbo documental que enriquezca la narración cinematográfica. De este modo, la película es una sumatoria de imágenes prestadas de tarjetas postales cuando consagra tiempo a los planos generales y una invitación a caer en las garras de la manipulación emocional con una omnipresencia musical que se instala como remedo de la insuficiencia de contenido ideológico.
No hay matices en esta historia: los malos son muy malos y los buenos, muy buenos. El dolor aparece estilizado constantemente y hasta los insectos deambulando por el piso son bellos ante el preciosismo formal que Besson (gran trabajador de la estética publicitaria) nos regala con sus prolijos encuadres de gente llorando y colores chillones sabiamente distribuidos según lo requieran las circunstancias. Hace rato que el francés fotografía seres antes que filmarlos (sólo recuerdo con estima El perfecto asesino) y esta no es la excepción. Nunca se ocupa de su humanidad sino de una planificación estética gratuita de sus entornos, aún los más humillantes (es así que hasta un personaje torturado en una cárcel puede recrearse con fines estéticos soportables a la vista).
El hecho político y la acción militante de la protagonista se pierden en el abandono de la óptica occidentalizada y etnocentrista que retrata un modelo muy débil de personaje, extraviado incluso ante la figura de su marido (poco soportable David Thewlis, en una doble interpretación). La heroína es insulsa como la película misma.
El relato obedece al imperativo veloz que rige este tipo de superproducciones, correctas pero vacuas, pasajeras, al igual que las dos horas y pico que dura la historia. No hay tiempo para pensar y todo ocurre a una velocidad alarmante; los hechos son “tocados” muy por arriba porque el drama explotable desde la ficción en su faceta más sensiblera se impone sin concesiones ante la fuente documental. El único atisbo de “realidad” lo constituye el cartel aclaratorio del final, más cercano a una entrada de enciclopedia que a una impronta autoral.
En definitiva, la misma intrascendencia a la que nos tienen acostumbrados los estrenos de cada jueves.