La funeraria se queda a medias. Cumple con un par de cometidos, cuyos méritos tiene bien ganados a fuerza de imaginación y proceder correctos. No aburre, tampoco es pretenciosa. El problema es que, conforme avanza la trama, las ideas se van diluyendo y la película comienza a caerse, hasta arribar a la escena final, que dista mucho en su afán de elevar el clímax lo más alto posible.
Bernardo (Luis Machín) es dueño de una funeraria, herencia funesta que arrastra mórbidos secretos a los que su familia debe hacer frente día y noche. Su pareja, Estela, es torturada por un pasado que desearía olvidar, y su hija adolescente, Irina, carga con una cruz tan trágica como la de su progenitora: el amor y falta de su padre, muerto hace tiempo, pero al que se le recrimina haber sido violento y abusivo con Estela. Irina, que se encuentra en medio de dos mundos, el de los (no tan) vivos y los (no tan) muertos, quiere irse lo antes posible de la casa, donde también habitan todo tipo de entidades espectrales. Aparentemente, el padre de Bernardo, en vida, conjuró mediante rituales seres que, según una médium, no hacen daño a los vivos. No obstante, ahora entran en lugares a los que antes no podían acceder, quebrantando cualquier escudo protector dispuesto en varios sectores de la morada. Los roces entre Irina y su padrastro irán in crescendo, y la figura paterna que tanto necesita sigue siendo un fantasma; una sombra turbia que, a su vez, volverá de entre los muertos para confort de su hija y horror de Estela.
De a poco, los secretos que envuelven la casona y sus personajes van saliendo a la luz y cuestionan moralmente sus acciones: ¿Estela era realmente una víctima de abusos, o es un personaje enfermizo que con su constante victimización intenta retener a sus seres queridos? ¿Bernardo mantiene vínculos amorosos (y sexuales) con mujeres después de muertas? ¿El padre de Bernardo decía la verdad cuando aún estaba vivo y se lo acusó injustamente de ser un viejo enfermo, decadente y delirante? Todas estas cuestiones y muchas más alojan una problemática enorme: quedan resueltas a medias, lo que imposibilita entender motivaciones, factores emocionales y psicológicos, así como impide una identificación con los personajes y no permite definir el rumbo de la película. Por momentos las líneas de diálogos son caprichosas con tal de construir las dimensiones dramáticas que aquejan a los personajes. Hay hasta un desubicado e innecesario comentario que ejerce como crítica social: “No hay que tenerle miedo a los muertos, a los chorros hay que tenerles miedo”. Todo muy acartonado.
Se nota el intento por hacer un producto a la par de películas de terror actuales, como la saga de Insidious, que mezclan casas encantadas con posesiones, médiums que combaten las fuerzas del mal y seres infernales que se esconden en las sombras y están más allá del entendimiento humano. La funeraria tiene pasajes de terror bien construidos, un peso dramático que funciona como balance y una impronta visual interesante, pero con eso no alcanza teniendo en cuenta los últimos veinte minutos del film (quizás de lo peor), que resultan decepcionantes, sin entender demasiado los fines a los que alude. Una lástima.